sábado, 7 de julio de 2012

0 El libro que leería durante la película que no puedo perderme (I)


La película tiene que ser buena, tiene que fluir como el agua y pesar como el plomo, pero supongo que su caída no deja la misma huella en la sensibilidad del espectador si este es un arcilloso y maleable jovencito en formación que si el impacto queda amortiguado por las áridas geologías que van sedimentándose con la edad. Por eso no sé si Doctor Zhivago (1965) de David Lean es la mejor película de todos los tiempos o si solo a mí me lo parece, por más que no suele faltar en lo más alto de los rankings hollywoodienses al uso. Yo la vi con 17 años y me trastornó de un modo decisivo e irreversible. Desde entonces he perseguido como un certificado Acnur de calidad ambiental esa combinación temática de guerra y romance, de épica revolucionaria y romanticismo imposible en películas y novelas, y rara vez he salido defraudado de cualquier ficción que armonizara esos dos ingredientes nucleares. No es uno en esto demasiado original, porque la muerte y el amor vienen siendo asuntos enjundiosos para la visitación artística del hombre, al menos hasta que advino la Generación Nocilla para cambiar el paradigma epistémico de la humanidad. Los Nocilla y Mercedes Milá.
Doctor Zhivago, la novela del poeta Pasternak que valió por un Nobel —de los Nobel justificables, los anteriores a la caída del Muro y a la sustitución de lo bueno y lo mediocre por lo correcto y lo incorrecto—, cumple con matrícula todos los requisitos que los críticos avezados le exigen a la obra maestra: “odisea visual”, perfección técnica, sutileza moral, hondura filosófica, interpretaciones magistrales, guión adaptado con solidez, olímpica dirección de actores, inesperados regalos fotográficos, melodías que subrayan con la líquida melancolía de la balalaika —¡tan pura como el vodka más puro bebido para olvidar!— un clímax narrativo que no se borrará del recuerdo, que incluso inspirará el mural de un restaurante de comida americana. Ahí está contada majestuosamente —la película se rodó aquí, petando de nieve artificial los campos de Soria y Salamanca, debido a lo cual hay una generación de españolas bautizadas como la protagonista de las que me suelo enamorar periódicamente— la sentencia de Pla, que es la sentencia del siglo XX: “Cuando le das el poder a los virtuosos, todo el mundo se muere de hambre”. Nadie más virtuoso que Pasha Antipov, el marido de Lara, devenido Strelnikov por la obediencia intachable al ideal comunista, la consumación del proyecto hegeliano, la siniestra victoria de lo racional sobre lo humano, incluso cuando lo humano es alguien tan hermoso como Julie Christie mirándonos entre lágrimas desde la cima no de su propia belleza, sino de la belleza de todas las actrices de la historia. Ahí está contado también el barro bíblico que nos constituye y del que no está a salvo el poeta sublime interpretado sobriamente por Omar Shariff, el héroe ético que sin embargo cede a un adulterio cruel por lo que tiene de humillación de la más abnegada y amante de las esposas. Ahí está el pragmático que siempre sobrevive y que corrompe, Victor Ipolitovich Komarovsky en la piel experta de Rod Steiger. Y tantas otras lecciones en el espejo de la raza.

Jorge Bustos
Jot Down

0 comentarios:

Publicar un comentario

 

No queda sino batirse Copyright © 2011 - |- Template created by O Pregador - |- Powered by Blogger Templates