viernes, 27 de julio de 2012

0 Muhammad Ali, yo, nosotros (y II)



Fue el estandarte del show, elevó el deporte a categoría universal y se convirtió en la primera gran estrella que estaba dispuesta a trascender más allá de las doce cuerdas. Fue la sonrisa de un niño, el autógrafo del abuelo, el abrazo a una mujer, la propaganda ideal de la negrura, el icono que derritió fronteras, la bandera de una nueva revolución social, el negro que, flotando como una mariposa y picando como una abeja, quiso ser el campeón del pueblo. Su asalto más difícil no fue en Manila, ante Joe Frazier; tampoco llegó en Kinshasha, anteGeorge Foreman; ni siquiera lo disputó ante el ex presidiario Sonny Liston; aquel oso feo y perezoso que acabaría siendo un juguete roto en manos de La Mafia. Su asalto más duro llegó cuando un periodista le puso contra las cuerdas en 1966. La interrogante le marcó a fuego: “¿Irás a la guerra, campeón?” Ali —retroceder nunca, rendirse jamás— nunca programó su cerebro para huir. Se quedó allí, de pie, tratando de esquivar el golpe. Pudo haber sido políticamente correcto, pero descargó su rabia con una rima, afilando la lengua: “Síganme preguntando, no importa cuando, sobre la guerra, que yo les canto, que contra el Vietcong no estaré peleando”. Le habían reclasificado apto para el ejército después de haberlo rechazado años antes y querían que fuera a Vietnam. Negarse era un suicidio, pero Ali dijo no. El más grande rechazó imitar a Elvis Pressley, el Rey del rock, que años antes se alistó para reivindicar la imagen del americano modelo que lucha por la bandera de barras y estrellas. El bocazas de Louisville no se arredró. Le habría bastado con mantenerse lejos del alcance de la opinión pública, pero quiso pagar el fielato, quiso ser el negro que el hombre blanco no quería que fuese. “Ningún habitante de Vietnam me llamó negro”. Ali se pone en contra a la opinión pública de su país. “Nada tengo contra el Vietcong”. La Comisión de Boxeo le telefoneó para advertirle de las consecuencias de sus actos. “Me piden que vaya a un país a matar amarillos, pero aquí a los negros nos tratan peor que a los amarillos allí”. Ali cava su fosa.
Las campañas mediáticas y políticas se suceden con el paso de los días. Exigen que Ali deje de ser el campeón del mundo de los pesos pesados. “Soy el campeón del pueblo, soy negro, no una marioneta de los blancos”. El más grande es declarado persona non grata en seis estados y recibe una seria advertencia de un enlace del Gobierno: si dice no al ejército, le quitarán todo lo que tieneEl 28 de abril de 1966, rechaza oficialmente su incorporación a filas y se declara objetor de conciencia en sucondición de ‘ministro del Islam’. Días después de su negativa las advertencias del Gobierno se cumplen. El campeón comparece ante el gran jurado, compuesto en sutotalidad por hombres blancos, y es condenado como un desertor. Su señoría John Ingrhamle impone la máxima sentencia: cinco años de prisión y una multa de diez mil dólares.
A pesar de las recomendaciones de sus abogados, Ali decide iniciar el proceso de apelación. Se encuentra solo, sus mecenas le han abandonado, tiene terminantemente prohibido salir del país, le han retirado el pasaporte y tiene prohibido boxear en los Estados Unidos. Sin licencia para subir al cuadrilátero, sus contratos se pudren y su cuenta bancaria está en números rojos. Howard Cosell le invita a comer en un restaurante del sur de la ciudad, alejado del mundanal ruido. A los postres, se arma de valor y le pregunta al ex campeón: “Tu carrera virtualmente ha terminado, ¿ha merecido la pena?” Ali no duda un solo segundo. “Por supuesto que sí, ha merecido la pena. No soy su campeón, soy el campeón”.
Tras su forzosa travesía del desierto la Corte Suprema, por decisión unánime, declaró que Ali era inocente, que había sido injustamente vetado y que podía volver al ring. Su íntimo amigo, el periodista Howard Cosell, le telefonearía a casa para darle la buena nueva. Ali había limpiado su nombre, su reputación volvía a ser inmaculada y podía volver a subirse a un cuadrilátero, a pesar de haber perdido los mejores años de su carrera deportiva. “Me quitaron todo, pero no la dignidad, el orgullo ni la fe. En aquella horrible época de mi vida comprendí por experiencia propia en qué consiste ser un héroe. Comprendí también qué significa ser un héroe silencioso”.
Fue definido por el escritor y cronista Norman Mailer como la encarnación de la inteligencia humana más inmediata que se haya visto hasta hoy. Muhammad Ali fue el espíritu del siglo XX.
Antes de fallecer de un ataque al corazón, George Plimpton, uno de los mejores escritores norteamericanos de todos los tiempos, reveló uno de los pasajes menos conocidos de la vida de ‘El más grande’. Fue en la Universidad de Harvard, durante el último curso. Ali era disléxico y dio un discurso fantástico ante un auditorio expectante. Habló sobre la vida. Les dijo que tenían que aprovechar las oportunidades que él no tuvo para cambiar el mundo. En ese momento, después de un aplauso atronador, cientos de estudiantes le gritaron “queremos un poema, campeón”. Ali gesticuló afirmativamente y se hizo el silencio en el auditorio. Hasta ese día, el poema más corto en habla inglesa según el libro de citas del escritor Barlett versaba sobre los microbios. Decía: “Adán los tenía”. Tres palabras. Muhammad Ali, el negro orgulloso de ser negro cuando fue pobre y cuando fue rico, miró a los estudiantes y rasgó el silencio con su poema: “Me, we”. Yo, nosotros.
Dos palabras.
Rubén Uría / Jot Down

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