jueves, 26 de julio de 2012

0 Muhammad Ali, yo, nosotros (I)


Soy América. Soy la parte que ustedes no reconocen, pero acostúmbrense a mí. Soy negro, seguro de mí mismo. Engreído, Ali es mi nombre, no el de ustedes; mi religión, no la de ustedes”. Un Júpiter tonante nace en el interior de un corazón furioso. El más grande acaba de salir de un coqueto restaurante exclusivo, donde obligan a llevar traje y corbata, con vistas al río Ohio. Se han negado a servirle por el color de su piel, le han llamado mono, le han recomendado que volviera a África y le han tachado de esclavo. Aún le duele su mano por el derechazo con el que ha sentado, de culo, a uno de los camareros del establecimiento, pero más le duele el alma. Le habían llamado esclavo muchas otras veces, pero esta había colmado su paciencia. Ya le habían detenido en Miami Beach durante su trote matinal de entrenamiento, simplemente por el color de su piel, obligándole a pasar una noche en el calabozo. Así que esta vez no estaba dispuesto a poner la otra mejilla. Ni siquiera él, el campeón, tenía derecho a sentarse en la misma mesa donde comía el hombre blanco.Muhammad Ali jura en silencio y susurra dos palabras: se acabó. “Se puede ser negro de otra manera. Voy a demostrárselo al mundo”. Ali busca en los bolsillos de su pantalón y encuentra su medalla de oro, la que ganó en los Juegos Olímpicos de Roma representando a su país. Ese que le margina, que le dispensa un trato de ciudadano de tercera y que le niega la posibilidad de compartir mesa y mantel con los lechosos. Mira la presea por última vez, cierra el puño y la lanza a las aguas del río Ohio, el principal afluente del Mississippi. Se acabó ser el campeón de los blancos. Nunca más.
Larry Holmes —quien también llegó a coronarse como campeón mundial de los pesos pesados— dijo en cierta ocasión: “Es duro ser negro, ¿ha sido usted negro en alguna ocasión? Recuerdo que yo fui negro, fui negro antes, cuando era pobre”. Ali siempre quiso ser negro, jamás renunció a esa condición y se impulsó en el color de su piel para formar parte del epicentro de un terremoto que sacudió Estados Unidos durante los años sesenta. Combatió la doble moral de una sociedad segregacionista, luchó por sus convicciones y forjó su leyenda traspasando las fronteras de su país erigiéndose en el campeón más universal que haya dado el deporte jamás. Ali fue negro cuando fue pobre, pero también cuando fue rico. En una sociedad negra marginada por el hombre blanco y fracturada entre los seguidores del reverendo Martin Luther King, Malcolm X o los Panteras Negras, Ali tuvo una importancia capital en los profundos cambios de la comunidad afroamericana. Fue reclutado por Elijah Muhammad para la secta de los Musulmanes Negros, donde abrazó el Islam como forma de vida para encontrar la paz, y donde permaneció bajo la influencia de Malcolm X, militando en una suerte de ku-kux-klan negro. Aquella experiencia no acabó siendo plenamente satisfactoria y Ali acabaría desmarcándose de una organización radical y oscurantista; pero durante ese tiempo tomó conciencia de sí mismo, de su verdadera fuerza y de su capacidad para poder cambiar las cosas. Fue la catapulta más certera y el altavoz más potente de los negros dentro y fuera de Estados Unidos.
Su condición de campeón del pueblo, su carácter decidido y sus proclamas sobre los derechos civiles se convirtieron en el mejor arma de propaganda para acabar con la segregación. Ali, el negro que quiso serlo siendo pobre y siendo rico, era un icono imparable, el agua que se filtraba entre la roca, la voz incómoda que los blancos no deseaban escuchar. No fue el primer deportista comprometido con su comunidad y con su tiempo, pero sí el único al que no pudieron hacer callar. Al atleta Jesse Owens, que hizo temblar a Hitler, que dio lustre a la negrura y que machacó el orgullo ario en los Juegos Olimpicos de Berlín, el presidente Roosevelt le escondió cuando regresó a su país, para no ofender a los votantes sureños en las elecciones. Y aquellos velocistas afroamericanos que levantaron el puño enguantado del Black Power en el podio de México 68 también acabaron siendo sancionados, silenciados y, finalmente, olvidados. Nadie pudo hacer lo propio con Ali. Su voz, la más incómoda posible para el hombre blanco, retumbó en todos los confines del mundo. Desde Zaire hasta Manila.
Rubén Uría / Jot Down

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