viernes, 27 de julio de 2012

0 La sonata de estío, de Don Ramón del Valle-Inclán (III)


Es muy de admirar hoy tan regocijada disposición de espíritu. No ver sino fuertes y atrevidos brazos, sino amores magníficos en este país de las tristezas, es algo heteróclito y nada frecuente.
Yo andaba estos días buscando a ello explicación, y leyendo un libro de cubierta amarilla anoté en el cuadernito por mí dedicado a tales usos que Anatole France dice de Banville: “Es acaso de todos los poetas el que menos ha pensado en la naturaleza de las cosas y en la condición de los seres. Formado su optimismo de una absoluta ignorancia de las leyes universales, era inalterable y perfecto. Ni por un momento el amargor de la vida y de la muerte ascendió a los labios de este gentil asociador de palabras”. Sólo así se comprende que hable el señor Valle-Inclán de lo que habla en unos tiempos tan anémicos y reglamentarios que ni aun alientos quedan para los grandes vicios y crímenes grandes.
Sí: el autor de las Memorias del Marqués de Bradomín es un hombre de otros siglos, una piedra de otros períodos geológicos que ha quedado olvidada sobre el haz de tierra, solitaria e inútil a las aplicaciones de la industria.
Y no sólo aparece de esta suerte en su concepción o no concepción moral de los hombres sino también en su arte, que tiene mayor semejanza con la de un orfebre que con la de un literato, tal y como por acá es la literatura: a veces nubla sus páginas el preciosismo. Pero, sobre todo, es un arte exquisito y perfecto: vigila el artista dentro de su espíritu, con la solicitud de las vírgenes prudentes, aquella primera lámpara de que habla Ruskin: la lámpara, digo, del sacrificio.
Parece que existieron épocas de decadencia en que un pueblo heredero de cultura sorprendente y enorme, ebrio de perfección y de refinamiento, enfermo, acaso, de megalomanía como toda degeneración aristocrática, se mostró dispuesto a renunciar los goces sólitos y tranquilos y aun las cosas necesarias por construir obras de maravilla, y así sacrificaba sus riquezas y sus vidas en aras de la magnificencia. Éste es el espíritu de sacrificio: aquel espíritu de furibundos anhelos estéticos no se cuidaba de que una parte de la ornamentación hubiera de estar más o menos alejada de la vista para construirla de maderas y metales ricos y completar en ella una igual labor lenta y acabada.
¡Cuán lejos estos tiempos en que un artífice volcaba su vida, una intensa vida de pasiones y belleza, sobre lo más oculto de una cúpula augusta y perdurable! Raros y extravagantes son hoy tales artificios.

José Ortega y Gasset
La lectura, febrero de 1904

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