lunes, 9 de julio de 2012

0 La neverita de plástico


Lo más denigrante del verano, además del terrible concepto vacacional, son sin duda las neveras de plástico con que muchas familias acuden a la playa. No hay nada más deprimente que un padre cargando con la horrenda neverita; no hay metáfora más precisa de la degradación, ni trompeta que anuncie peores descalabros que el líder familiar renunciando a cualquier formalidad y a todos los modales con su absurdo artilugio de plástico.
Nuestra idea de civilización y de convivencia, lo mejor que hemos sido capaces de dar como especie, se resume en lo que hacemos sentados alrededor de una mesa. La gastronomía es la disciplina artística más completa y compleja, la que explica mejor cómo es cada persona y cada pueblo; y puedes saber perfectamente cómo es una persona por cómo coge los cubiertos, por como utiliza la servilleta, y por cómo levanta su copa. Nuestro comportamiento en la mesa lo dice todo de nosotros: revela cómo hemos sido educados, el grado de respeto que sentimos por las personas y por las cosas, y de qué modo nos relacionamos con ellas.
Cuando un padre decide romper con todo esto, con siglos de tradición y de compostura; cuando un padre decide romper con el dique de contención contra la barbarie que siempre es y será una mesa bien puesta, y en lugar de imponer el rigor y de remarcar los límites, cede al facilismo y a la vulgaridad, y a las formas más bajas de la turba, algo se desmorona en la vida de los chicos, el mito paterno se desvanece aunque no lo noten, y el espejo paternal se viene abajo, resquebrajado por la ordinariez y la mediocridad. Quizá ahora piensas que no tiene tanta importancia, pero tarde o temprano recordarás alguna de estas escenas y comprenderás la magnitud de la tragedia.
Y qué decir de las madres que premeditadamente cocinaron para llenar la neverita tan siniestra. Esa tortilla dura y fría, con olor a plástico por la reacción del túper sometido al sol vertical de la playa. Ese pollo seco como una mala cosa, imposible de tragar porque se te hace bola. Las croquetas reblandecidas, los bocadillos envueltos en el desmoralizador papel de aluminio como si estuviéramos en la obra. No hay nada más desolador que una comida en la playa, entre la silla plegable y el parasol. Y ese ambiente de arena por todas partes, y ese padre sin camisa que muestra sin rubor los infinitos pliegues de su barriga y mastica con la boca abierta, y el olor general a crema hidratante, normalmente al aroma de coco, que es el perfume de una de las estampas más ridículas y bajas que hemos dado como sociedad.
Se come en la mesa, en la mesa bien puesta. Las servilletas de papel son un insulto y lo de los vasos de plástico no se puede ni comentar. Se come en la mesa, con la tele apagada, habiéndote duchado y estando vestido adecuadamente. No nos sentamos de cualquier manera. Aunque no creas en Dios, bendecir la mesa siempre es mejor porque somos peores cuando no damos las gracias. 
Una familia que come o cena unida, atenta a la formalidad, conversando con respeto e interés sobre los temas de actualidad o sobre los asuntos más personales, será siempre una estructura fuerte y segura que dará protección, cobijo y sentido a sus miembros. En ninguna otra situación como sentado con sus hijos en una mesa, un padre puede transmitir los valores más importantes y significativos, aquellos que de un modo más decisivo encaminan las vidas y musculan las almas para que no se dobleguen.
Sentarse en una mesa no es sólo nuestro modo de alimentarnos ni comer es un mero acto de supervivencia, sino una de las formas más eficaces y más bellas en que el hombre puede regresar a sus fuentes.
Salvador Sostres/ Blogs de El Mundo

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