miércoles, 25 de julio de 2012

0 La sonata de estío, de Don Ramón del Valle-Inclán (I)


Hay hombres que transcienden a épocas antiguas. De algunos podría precisarse el momento en que debieran haber nacido y decirse que son hombres Luis XV, que son hombres Immperio, que son hombres “antiguo régimen”. Taine muestra a Napoleón como un hombre de Plutarco. Don Juan Varela es del siglo XVIII; tiene la fría malignidad de los enciclopedistas y su noble manera de decir. Son espíritus que parecen forjados en otras edades, almas que retrotraen al tiempo muerto y le hacen vivir de nuevo a nuestros ojos mejor que una historia. Tienen estos hombres de milagro el encanto de las cosas pasadas y el atractivo de un preciosa falsificación. Don Ramón del Valle-Inclán es un hombre “Renacimiento”. La lectura de sus libros hace pensar en aquellos nombres y en aquellos grandes días de la historia humana.
Acabo de leer Sonata de estío y creyera a su autor, un varón musculoso, amplio de miembros, de frente carnosa, grueso como un Borgia y rebosando instintos crueles: alquien que ha de entretener sus ocios en retorcer una barra de acero, o en romper de un puñetazo una herradura, según cuentan del hijo de Alejandro VI. Por esas páginas, los amores y los odios carnales andan sueltos, toman bellas posturas y fácilmente logran su empeño. Así debieron ser Benvenuto y el Aretino. Aquellos esforzados héroes del risorgimento sabían dar un sabor de galante malicia a sus narraciones tremebundas. Pero el autor de ese libro no se parece en nada a estos soberbios ejemplares de la humanidad: es delgado, inverosímilmente delgado, con largas barbas de misteriosos reflejos morados, sobre las que se destacan unos magníficos quevedos de concha.
Tiene, sin embargo, don Ramón del Valle-Inclán prendidos sus amores en la cosas más opuestas a esa moral enemiga de todo atrevimiento que va empapando los corazones humanos, esa triste moral inglesa, un poco sensiblera, tal vez, pero útil para los usos de la vida y la marcha tranquila de la república. En Sonata de estío el marqués de Bradomín, aquel Don Juan feo, católico y sentimental, tiene amores con una criolla de bellos ojos, que cometió en su vida “el magnífico pecado de las tragedias antiguas”. Rápidamente, como un gaucho a galope por el horizonte, cruza la relación, henchida la conciencia de asesinatos, un ladrón mejicano, un “Juan de Guzmán que tenía la cabeza pregonada, aquella magnífica cabeza de aventurero español”. “En el siglo XVI hubiera conquistado su real ejecutoria de hidalguía peleando bajo las banderas de Hernán Cortés… Sus sangrientas hazañas son las hazañas que en otro tiempo hicieron florecer las epopeyas. Hoy sólo de tarde en tarde alcanzan tan alta soberanía, porque las almas son cada vez menos ardientes, menos impetuosas, menos fuertes”. Valle-Inclán, al evocar los hombres de Maquiavelo, no se contenta con el ditirambo y llega hasta la ternura.

José Ortega y Gasset
La lectura, febrero de 1904

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