lunes, 30 de julio de 2012

0 La sonata de estío, de Don Ramón del Valle-Inclán (IV)


Parece que en el siglo XIX se inspiraban las obras de nuestros autores , más que en un arte sincero, espontáneo, en pragmáticas oratorias y en hábiles perspectivas de escenógrafo. Como la creación bella no era ya una necesidad expansiva, un lujo de fuerzas, un exceso de idealismo, de fortaleza espiritual, sino un oficio, un medio de vida reconocido, estudiado, socialmente estatuido, se comenzó a escribir para ganar lectores.
Cambiado el fin de la elaboración literaria, cambio el origen y viceversa. Se escribía para ganar; se ganaba, es natural, tanto más cuanto mayor número de ciudadanos leyera lo escrito. El compositor lograba esto halagando a la mayoría de los hombres, “sirviéndoles un ideal”, que diría Unamuno, deseado por ellos, mas previamente creado por el público. Y ello servido fácilmente, popularmente. Ya no hubo quien adornara sus puños de encajes, como cuentan que hacía para escribir Buffon. El gran estilo había muerto. ¿Quién iba a detenerse en reflexionar un cuarto de hora sobre la colocación de un adjetivo a la zaga de un sustantivo? Flaubert y Stendhal: un hombre rico y aficionado, y un desdeños, de pluma inactual.
“Toda la literatura del siglo pasado –dice Remigio de Gourmont- responde harto perfectamente a las tendencias naturales de una civilización democrática; ni Chateaubriand, ni Víctor Hugo pudieron romper la ley orgánica que precipita al rebaño en la pradera verdegueante donde la hierba crece y donde sólo habrá polvo cuando pase el rebaño. Muy pronto se juzgó inútil cultivar un paisaje destinado a las devastaciones populares, y hubo una literatura sin estilo, como hay anchos caminos son hierba, sin sombra y sin fuentes”.
No seré yo, ciertamente, quien afirme aquí, al pasar, que esté bien muerto el “bello estilo”, ni quien llore en cesáreo cadáver. Es asunto de más larga disquisición, y para disputar sobre él sería preciso escamondar previamente y con cuidado la significación y la comprensión de unos cuantos vocablos a que se han pegado muchas vanas ideas.
Y dicho esto, continúo:
El democratismo no ha logrado escalar el alma rezagada algunos siglos del señor Valle-Inclán. Sordo, hasta ahora al menos, al rumor de la vida próxima, aun adora los escudos familiares que evocan leyendas hidalgas, los hombres solos que hacen huir, como Ignacio de Loyola, una calle de soldados, y desprecian a los villanos y a las leyes; guardan en la memoria un recuerdo deslumbrante de trajes riquísimos y brilladores, de joyas históricas y valoradas en ciudades, de posturas heroicas, de largos apellidos sonoros que son como crónicas, de toda la tramoya, en fin, soberbia, cuantiosa y archivada de la edad aristocrática. Y toda esa balumba de sentimientos de casta y de visiones orgullosas corre por su estilo y le presta andares nobilísimos de cantor de decadencias.

José Ortega y Gasset
La lectura, febrero de 1904

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