Creedme si os digo que el periodismo de nuestro tiempo se queda, sin él, cojo, manco, tuerto y tartamudo, algo más liso y mucho más desgalichado y afónico. De mí, que no soy envidioso, puedo deciros que sólo algunas veces, pocas para lo que sería razonable y disculpable, he sentido la absurda tentación de poner mi firma debajo de palabras ajenas. No sé, en una crónica de Eugenio Montes, en una miniatura de Rafael Sánchez Mazas, en un volatín de José María Sánchez-Silva, en una diablura de Rafael Alberti, en una estampa de Manolo Vicent, en una papeleta de Pedro Rodríguez, en una copla de Manolo Alcántara, en alguna de esas rosas que César González-Ruano hacía brotar del cieno.
Ha muerto como quien era, como un periodista legítimo y ya con el rayo de Dios bajando a su pecho escribía eso de “los butragueños”, estos chicos, “acometidos de la terrible enfermedad de la victoria”, como una campanilla de espadaña y un sermoncillo en el atrio para santificar la fiesta del triduo congresual del sayal a la púrpura; el triduo del poder sin la gloria. Y luego, aun todavía, consumía el último aliento en echar palabras al viento de Galicia, antes de cerrar los ojos a la luz que se los abrió. Volvió a su tierra para decir su testamento de periodista, el testamento de uno que, como todos nosotros, escribe cada día su nombre en el agua diaria, en el agua de ese río periodístico que nunca se repite. “Que púberes canéforas le ofrecen el mirto y el acanto”, que ya sé que Rubén no nombraba el mirto, pero él se empeñaba tercamente en decirlo así, y yo ahora me equivoco adrede como en un homenaje. La herida del tiempo nos va dejando solos, solos en medio de la multitud que llega, y yo me quedo solo y desavecindado, un poco desvalido, más duramente atado a la columna, sin este Pedro que hizo casi mi mismo camino durante veinte años. ¡Dios mío, que solos se quedan los vivos!
Jaime Campmany
ABC 17/12/1984
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