Nunca he olvidado aquella comida. A Herreros parecía que le soplaban las frases al oído Julius Epstrin, Ogden Steward, Ben Ketch o algún otro rey de la comedia. Eran brillantes, incisivas, con doble y triple sentido. Incluso Alfonso (“No es que oiga poco. Es que oigo distinto. En realidad, oigo como a través de “papier-maché”), Alfonso, digo, no perdía una sola palabra y se reía con generosidad entre aquellas toses suyas en relieve. “¿Por qué no hiciste más cine?”, le pregunté a Herreros. “No pude”, contestó. Hizo una pausa, miró su plato y añadió: “No supe hacerlo de otra manera.”
Herreros murió unos meses después, algo anónimamente, como se muere todo el mundo a este lado de la cámara. No volví a verle hasta 1983, en Beverly Hills. El otro Enrique Herreros, su hijo, y yo compartimos durante un par de meses un bonito y amplio apartamento muy cerca de Rodeo Drive. Apenas nos instalamos, Enrique sacó de la maleta un retrato de su padre y lo colocó sobre una de las mesillas de noche de su habitación. Era una foto en blanco y negro, tomada en Viena, con el Prater de fondo. Herreros sonreía con los ojos de Travers. “Mira lo que te digo”, me susurró Herreros hijo, “mi padre fue muchas cosas, pero sobre todo un hombre bueno. Ya verás como nos da suerte.”Y nos la dio. Desde entonces, Herreros padre e hijo, a partes iguales, han ido enganchados a muchas de mis ilusiones y esperanzas en viajes por los Estado Unidos. Ahora mismo, en esta tarde que agoniza de azules en los Picos de Europa, miro hacia el fondo, hacia el Naranjo envuelto en bruma, hacia Brigadoon, y siento que, una vez más, el cineasta Herreros, un verdadero maestro, me va a dar suerte en esta serie de películas que voy a rodar para la televisión.
Y también hoy, como todas las tardes en la puesta de sol, la pared caliza de poniente del monte de Bulnes toma un color anaranjado, casi el mismo naranja de las portadas de Herreros en “La Codorniz”.
José Luis Garci
ABC,21/9/1989
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