Algunos historiadores –y no pocas polillas académicas- niegan a los toros, ya que no su antigüedad, su condición de estados, y los consideran verracos, carneros o simplemente cerdos. Viéndolos de cerca, testuz noble, badanudos, pastueños, con la hierba entre las patas que secularmente les han dejado, por si deciden comer algo una vez que las visitas se hayan ido, yo los reputo toros, al menos en la mítica condición que los españoles atribuimos a tales animales, y atribuyo la falta de astas a las corruptelas habituales en la fiesta desde tiempo inmemorial; tan inmemorial que ya las divisas vetonas, y seguramente las cárpetas, sus vecinas, padecían los problemas del afeitado. Esos agujeros misteriosos que adornan sus cabezas son, sin duda, huellas de algún sagrado mueco donde las fieras eran despuntadas con pericia.
Los toros, en fin, fueron testigos de la jura de Isabel como princesa heredera de Castilla el 19 de septiembre de 1468. Así reza una inscripción apenas legible en una de las paredes del corral. Son pues, estos cuatro ejemplares de la cabaña vetona, los mas antiguos albaceas de la historia de España, y si algo en su entorno denota falta de respeto es porque comparten el destino de su criatura histórica, la nación española. Son tan nobles, tan sobrios, tan altivos en humildad, tan soberbios en su modestia, que no se inmutan por nada. Uno de ellos lleva en el lomo la huella de un turista romano: “Longino, hijo de Prisco, de la familia de los Calaecios.” Como si no la llevara. Sigue mirando a las montañas, a ver si esto se arregla en los próximos veinticinco siglos y puede tumbarse a morir en paz. Es un optimista.
Federico Jiménez Losantos
ABC/23.08.1992
0 comentarios:
Publicar un comentario