El día de la Virgen de Agosto, festividad taurina por excelencia, me fui a ver los toros de Guisando. Hay que salir de San Martín de Valdeiglesias, luego de admirar la parte conservada de su castillo y la iglesia herreriana, magnífica por dentro y por fuera, que corona la Villa; de allí, entrando en tierras de Ávila, tomamos una carretera muy amena, sombreada de chopos, que nos condujo por el término municipal de El Tiemblo y nos depositó a la vera del monumento, o sea, de los toros.
Los toros están en un corral, dónde iban a estar si no. Claro que después de veinticinco siglos –siglo arriba, siglo abajo- que llevan allí, podrían haberles habilitado otra estancia bajo el cielo abulense, pero no apetecieron los frágiles honores mundanos estos cuadrúpedos de piedra, y allí siguen, sobre el duro castellano, mirando al horizonte verdeazul de Gredos. Tal vez miran al frente para no ver los restos de basura que se observan a uno y otro lado de la cerca. Si los toros doblaran la cerviz verían latas de refrescos, plásticos de raras formas y colores, envoltorios de helados, caramelos y pirulíes, bolsas de pipas y otros frutos secos y algún que otro casco de botella iniciando ya su camino al centro de la tierra. Restos tan modernos de una civilización en crisis no interesan, naturalmente, a los miuras tembleños, que dilataban su espíritu más allá de las bardas del corral.
En torno a los toros, la curiosidad de los visitantes ha trazado un círculo desigual, en el que hace tiempo que no ha vuelto a crecer la hierba. Normal: todos los turistas nos llamamos Atila. En la docena de personas que conmigo hicieron la rueda a los presuntos cornúpetas, había algunos niños, dos de ellos con origen que no puedo desconocer. Pues bien, aunque los progenitores resistimos, tal vez por la compañía, las insistentes peticiones de la grey infantil para inmortalizarse, es decir, fotografiarse a lomos de estas y otras criaturas de piedra, no pudimos impedir que dos de los frustrados modelos, poseídos por un insano afán emulador de las Tortugas Ninja, propinaran a uno de los animales sendas patadas voladoras. El anima, sin inmutarse, opuso a la agresión su legendaria solidez granítica, y ambos guerreros ninja salieron doliéndose del pie derecho. Entre sus rencorosos gemidos intentamos los adultos adentrarnos en el misterio de estas figuras que dejaron en el valle del Alberche los misteriosos vetones, una tribu celta que se enseñoreó de esta comarca allá por el siglo VII antes de Cristo.
Federico Jiménez Losantos
ABC/23.08.1992
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