El selecto fracaso de Camba
En sus primeros tiempos de corresponsal, cuando se encontraba en Constantinopla enviado por La Correspondencia Española, Julio Camba remitió un artículo por correo acompañado de una nota para el director: “Perdóneme que esta crónica haya salido algo más extensa, pero la premura de tiempo para mandársela no me ha permitido escribir algo más corto”. La frase recoge el espíritu fundamental de Camba: el rigor estilístico, que en él es desnudez, y la virtud de escribir frases llenas de palabras esenciales de forma que hasta las preposiciones adquieran un relieve casi histórico. Los artículos de Camba dan la hora, y en esta recopilación –la única realizada por él mismo- pueden escucharse hasta los segundos. Son, dice, “mis páginas mejores”, lo cual quiere decir que las otras han de ser “forzosamente buenas, porque lo mejor sólo puede salir de lo bueno”. Y justifica la reunión insólita de su trabajo por la necesidad de perder el tiempo: “Si hay quien pierde el suyo haciendo solitarios con la baraja, ¿por qué no he de poder yo perder el mío haciendo uno con mis artículos?”.
En sus primeros tiempos de corresponsal, cuando se encontraba en Constantinopla enviado por La Correspondencia Española, Julio Camba remitió un artículo por correo acompañado de una nota para el director: “Perdóneme que esta crónica haya salido algo más extensa, pero la premura de tiempo para mandársela no me ha permitido escribir algo más corto”. La frase recoge el espíritu fundamental de Camba: el rigor estilístico, que en él es desnudez, y la virtud de escribir frases llenas de palabras esenciales de forma que hasta las preposiciones adquieran un relieve casi histórico. Los artículos de Camba dan la hora, y en esta recopilación –la única realizada por él mismo- pueden escucharse hasta los segundos. Son, dice, “mis páginas mejores”, lo cual quiere decir que las otras han de ser “forzosamente buenas, porque lo mejor sólo puede salir de lo bueno”. Y justifica la reunión insólita de su trabajo por la necesidad de perder el tiempo: “Si hay quien pierde el suyo haciendo solitarios con la baraja, ¿por qué no he de poder yo perder el mío haciendo uno con mis artículos?”.
Hace diez años envié un artículo mío al premio de periodismo que recibe el nombre del periodista vilanovés. A los pocos meses me hicieron ganador. Aquello me conmovió tan extraordinariamente que lo primero que hice fue preguntar quién era Julio Camba, no fuera a resultar que estuviese vivo y debiera presentarle mis respetos. Dirán ustedes que exagero, pero tampoco mucho. Camba, entonces, era un lejano cronista de reputación dañada (aquello tan lúcido de “los que ganaron la guerra perdieron la historia de la literatura” que dijo Trapiello, uno de sus exhumadores). Yo sabía que Camba había nacido en mi periódico, Diario de Pontevedra, y muerto consagrado en Abc. Pero apenas había leído algo de él. Así que para el discurso de entrega del premio busqué algunas palabras suyas que fueran de ocasión. Resultó ser un tormento, porque a medida que leía me encontraba con que Camba no escribía nunca para la ocasión, ni pontificaba siquiera discretamente, así que resultó tarea compleja escoger unos párrafos que valiesen para una ceremonia así.
Ahora pienso que la grandeza de un escritor se mide por el poco margen que deja en sus textos a que un desaprensivo se haga con un párrafo y lo convierta en discurso, moraleja o lección. Dijo el profesor José Antonio Llera que Camba sabía a la perfección los centímetros cuadrados de los que consta una columna. Esa exactitud el periodista la convirtió en arte; fue, así, un artista del espacio que no se concedió jamás lujo artístico en el texto, donde las piezas se encajaban como un tetris lento, irónico, subversivo a veces, siempre incorrectamente lúcido: “Hay que ver cuando una inglesa se pone a ser fea (…) Es fea de un modo rotundo, fundamental y definitivo. Parece como si a lo largo de su vida hubiera ido cultivando el horror de su cara y de su cuerpo con un cuidado especialísimo, procurando no omitir ninguno de los detalles que deben constituir una fealdad perfecta”. “Yo soy un escritor decorativo y me dedico a una literatura fácil, superficial y pintoresca”, anunció en su juventud en un gesto muy suyo de captatio benevolentiae. Y sin embargo, o quizás por eso, en sus crónicas se va regalando la vida de entonces: se deconstruye a partir de cierto hecho, desde una conversación en la City hasta un viaje en tren a Galicia, y durante el artículo se atisba su recomposición no siempre entera, no siempre agradable.
“Yo soy uno de estos hombres de café, y, como digo, cuando se proclamó la República, mis amigos me dejaron solo. ¿Qué otra palabra podría definir esta conducta más que la palabra traición? Después de una convivencia de quince o veinte años, yo había llegado a creer que mis amigos iban al café con el mismo espíritu que yo, y, de pronto, resulta que no habían ido nunca más que por falta de un sitio más confortable donde meterse, pero que su verdadera vocación no era la de hombres de café, sino la de ministros de Hacienda, Agricultura, Marina y Comunicaciones”. Y en este párrafo tan costumbrista esboza Camba su desolación por la República, que fue más ruidosa en artículos suyos a los que después restó la suficiente importancia como para dejarlos fuera de su antología. Intuyo, a fuerza de leerlo, que se acercaba al folio desprovisto de pasiones y debía de escribir al menos a dos metros de distancia de él para que no cayese ni una gota de sudor; al subvertir las emociones, uno despeja el paisaje y siente que descubre el mundo una y otra vez.
A mí me ha costado muchos años y mucho Camba saber que se escribe como se vive y nunca de otro modo. Que en el valor de una cierta escritura está también el de una forma de estar, y que esa lejanía que Camba adopta en el folio es con la que él se manejaba en París, Berlín, Londres o Nueva York al retratarlos poniendo en el punto de mira algo tan extravagante en aquella época como España. “Usted, como gallego, salió de los trotamundos”, le escribió Gonzalo Torrente Ballester a su muerte. “Identificado con la divisa nacional, recorrió las tierras europeas, trató a sus hombres y observó sus costumbres con los ojos entornados y la mano tras la oreja, la mano rascándose esa parte de la cabeza que no suele picar, pero que se rasca cuando lo que una haría de buena gana sería darle un puntapié. En frenarlo y en entregar la mano a tan inocente ocupación está el secreto del humorismo, y hay bastantes hombres que lo practican. Pero usted, además, sabía escribir. Tenía usted el secreto de la prosa ligera, centelleante; el secreto de los matices, de las caracterizaciones profundas y rápidas; y sus ojos y su cerebro sabían ver y comprender, de la confusa turbamulta de la realidad, lo escencial contradictorio”.
Periodismo es escribir tropezándose con el mundo. Camba lo ejerció sin pretensiones, y al acercarse al paisaje lograba que bajo su mirada siempre se apaciguasen las cosas. Esto es debido a la ironía con la que escribía, y también a un rasgo muy acusado de su talento: el de transmitir en directo, como uno de esos locutores de la Vuelta que van con el micrófono fuera de la ventanilla, la vida española. Al entrar en una escuela, en un bar o en Alemania, Camba retrata a sus contemporáneos y lo hace poniéndolos delante del espejo con cierta gracia, con cierta verdad. “Llegaba a un país cualquiera y, como me era indispensable trabajar un poco para sostenerme en él, me ponía a escribir artículos describiendo la impresión que me producían su vida y sus costumbres. Luego, bien porque yo me hubiese aburrido del país donde estaba o bien porque el país donde estaba se hubiese aburrido de mí –la cosa ocurrió más de una vez- tomaba el trole y me largaba con la música a otra parte”, cuenta. Anduvo, dice en este libro, paseándose por las capitales europeas hasta que estalló la Gran Guerra y partió a América porque Europa “comenzó a ponerse intransitable”. “Cuando yo creía estar observando con mayor atención a Inglaterra y a los ingleses, en realidad observaba más bien a España y a los españoles”.
Diez años después de aquel premio me presenté en la casa de Julio Camba en Vilanova de Arousa, hoy museo, y en la vieja vivienda de Pastor Pombo, uno de sus mejores amigos y padre de la ahijada de Camba, Lourdes. Uno de los primeros artículos de este libro, precisamente, hace referencia a las escuelas rurales y es especialmente cruel con ellas: su maestro era el padre de su amigo Pombo. “¡No hablaba mal de mi abuelo específicamente! Es que a don Julio no le parecía bien el sistema”, me dijo ella. Alejado del mar y las playas en las que ejerció de primer nudista, Camba languideció en su vejez sentado en el vestíbulo del Palace viendo el ir y venir de viajeros en un tiempo extraviado. Era ya un hombre en penumbra. Torrente le avisó días después: “Váyase tranquilo, querido Camba, a pesar de este olvido. Así las gastan aquí, donde la indiferencia sobrevive a la muerte, donde el talento es una incorrección imperdonable; pero ya sabe que para todo verdadero ingenio existe un renacimiento. Habrá un mañana para el de usted”.
Cuando se le preguntaba qué aspiración tenía en la vida, Julio Camba contestaba:
-No tener que escribir.
Este libro es lo más selecto del fracaso de Camba.
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