En su jugoso, magnífico “Discurso de la errata”, Gerardo Diego, que, además de poeta, es un prosista inigualable, hablaba a sus paisanos y amigos de Santander, y venía a decirles que el mundo era una errata. Y añadía: “Pero, cuidado, una errata no es un error. Dios no puede equivocarse, pero sí pudo crear de la nada una errata. Y en ella vivimos tan contentos. De hecho, los poetas, los artistas han dado a luz innúmeras erratas que por serlo han resultado ser tan fecundas, tan creadoras, tan bellas.” Y Gerardo Diego nos ha hablado de esa suerte de equivocaciones, que son los aciertos inesperados de la poesía, de los que se beneficia muchas veces el propio poeta, con la feliz sorpresa de algo misteriosamente hermoso que él no ha cometido, de lo que él no tiene culpa ni lo acepta en su gloria, aunque lo aplaudan los demás. Le hemos oído esto varias veces –él no suele repetirse- aportando al tema variantes y recuerdos y donaires.
Pero lo que no ha dicho nunca Gerardo, que yo sepa, es que él mismo es una errata, la gran errata de la literatura contemporánea. Nunca en sus textos, donde es preciso, audaz, pero siempre riguroso; imprevisto, pero siempre definitivo. Me refiero a su persona; errata viva, insólica y feliz, asomo de alguien que se parece a sí mismo, greguería de sí mismo –tan admirador de Ramón-, través y espejo deformante de una insólita personalidad. En sus largos silencios, que tanto le han acompañado, que tan certeramente le han hecho meditar, se habrá preguntado reiteradamente: “¿Dónde voy yo? ¿Qué hago yo en una tertulia si no parezco tertuliano, si soy un solitario, si no tengo nada de hablador?”…”Yo soy un tímido y se me nota”, nos dijo un día para que contrastara su frase con la habitual de los de las que emplean hasta el empalago el tópico, tónico, fónico, tan poco interesante: “Pues yo soy muy tímido, aunque no se me note.”
José García Nieto
ABC
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