Hace medio siglo justo, cuando el arriba firmante llevaba pantalón corto y creía en los Reyes Magos, en la bondad de los policías y en la virginidad de su madre, la autora de mis días, que era -y sigue siendo, porque ahí continúa, ochenta y ocho primaveras en la sonrisa y jugando la prórroga sin ganas de cambiar de barrio- una señora con fe en la Humanidad en general y en los buenos sentimientos de sus vástagos en particular, hizo con mi hermano y conmigo un experimento sociológico: nos castigó -habíamos hecho alguna salvajada, con los estragos habituales- a pasar una tarde de sábado encerrados sin otra diversión que algunos tebeos de Dumbo y Pumby, Los apuros de Guillermo, de Richmal Crompton, y las muñecas de mi hermana Marili. Lo de las muñecas fue, naturalmente, un refinado toque de humillación deliberada. Un puntito de crueldad materna, para que me entiendan. Una manera, en fin, de añadir la nota de infamia al castigo, y que entre otras cosas puso de manifiesto que Dios no había llamado a mi pobre madre por el complejo camino de la psicología infantil. Encerrar de aquel modo y en semejante compañía a dos desalmados de nueve y seis años respectivamente, capaces de todo, es un experimento peligroso en cualquier época y lugar; pero especialmente arriesgado si, además, se lleva a cabo con dos individuos que por aquellas fechas sólo anhelaban hacerse mayores para arponear ballenas -eran tiempos menos ecológicos que los actuales- o alistarse con nombre falso en la Legión Extranjera. Así que imaginen el resultado. Cuando a la hora de la cena abandonamos la celda del abate Farias, a nuestra espalda quedaban la Queca Muñeca ahorcada de una lámpara con el cordón de la cortina, y el Tumbelino -un muñeco odioso, blandito, vestido con pijama azul- apuñalado con una daga plegadera de mi padre con la que, hábilmente, habíamos logrado hacernos antes del encierro.
Arturo Pérez-Reverte
XL Semanal
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