sábado, 11 de febrero de 2012

0 Réquiem por el maestro de los epitafios, Raúl del Pozo (I)

Cada día, como dijo el estoico, nos revela la nada que somos y viene a recordarnos nuestra fragilidad. Pasamos todos como sombras, como viajeros que van en posta. Hace unas semanas celebramos el 80º cumpleaños de Jaime Campmany en el restaurante José Luis del Bernabéu, entre el himno de Murcia y La Traviata. Sólo su esposa estaba, tal vez, en el secreto del último abrazo de los amigos. De ella pudiera haber dicho Jaime lo que dijo Juan Ramón cuando le dieron el Nobel: "Mi mujer es la verdadera ganadora de este premio". Ella fue su estrella, su punto de apoyo, su amor apasionado y crítico.
Ayer de madrugada me llamó Javier Gómez de Liaño, uno de sus mejores amigos, para decirme que Jaime había fallecidode una embolia pulmonar. Como la madre de 'Mientras agonizo' de Faulkner, que esperó a que sus hijos terminaran de clavetear el ataúd, Jaime claveteó en el ordenador su última columna de 'Abc', titulada 'El país, en la calle', en verso de cabo roto o rap murciano. Se fue en un placentero sueño. Abandonaba la primera línea del periodismo, donde estuvo 60 años.
Fue director de 'Arriba' y del semanario 'Época', pero era poeta desde su adolescencia, en la época en la que se llegaba al periodismo como un banderín de enganche de la literatura, cuando las redacciones eran de plomo y la censura de hierro. Empezó en 'La Línea' de Murcia, llegó a la conquista de Madrid colaborando en la 'La Hora', 'Alcalá', 'Juventud', 'Poesía Española' y 'El Español', mientras estudiaba Filosofía pura y Derecho.
Iba a la Facultad en pijama, con el abrigo encima, después de salir del periódico a las tantas de la noche. En periodismo hizo de todo: crónicas de fútbol que parecían historias de la Guerra del Peloponeso, crónicas municipales con toques quevedescos, la triste historia de España en romances, teatro, poesía... Era grande en la comedia y el recado de escribir, en ese oficio que consiste en ir desangrándose por la mano derecha a lo largo de la vida. Aprendió a desplegar la crónica con el toreo de salón de la poesía, pero conservó siempre, como un ladrón de oído, la habilidad para escuchar el argot de los burlangas y los buscas, los volatas y los trollistas. Su pajarita de papel fue el compendio de la gracia, la síntesis y la mala leche.
Raúl del Pozo
El Mundo, 19/04/2006 

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