domingo, 12 de febrero de 2012

0 Guardaespaldas de sí misma

Whitney

Tenía una belleza estricta y fundamental, por eso cuando no era más que una gacelilla asustada la depositaron en el París de Gainsbourg, que era el París de la pos Belle Époque, y el propio Gainsbourg se acercó a ella borracho de caerse para atrás en un programa de televisión para decirle que se la quería "follar". Que dice que eres preciosa, balbuceó el traductor. Gainsbourg, con la pajarita empapada en whisky, tuvo que repetirlo en inglés y Houston aprendió la lección más importante de una diva: hay que escuchar lo que te dicen, no lo que te cuentan.
[...]
Whitney trasteada por su hombre, enganchada como un trapo en el saliente de una verja, recorrió en los últimos tiempos el laberinto del minotauro entre clínicas, galas y fotos de la canalla sensacionalista que la exhibían pasada y esquelética, con el pelo como un estropajo. Ninguna recaída peor, con todo, que la de ver a su hija adolescente esnifando en las revistas. Y sin embargo, pese al vendaval que ya la estaba despojando de ropa y poniéndola casi desnuda como hija de la mar, había en ella el brillo de un pasado acechante, de una estrella que se resistía a morir, como una religión de la que quedase un único apostol parpadeante en la oscuridad de un bosque. Acaso aprendió, en el último segundo, que no hay más guardaespaldas que uno mismo.
Manuel Jabois
Leer el artículo completo de Jabois en su blog, Apuntes en sucio

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