El seno de su madre, en cambio, es apenas un pellizco de carne exhausta, una mínima erupción cutánea a la que el niño se aferra con ansia, como a un manantial salvador, para sorber esa última reserva de leche que quizá mañana se coagule, cuando el organismo de esa mujer se niegue en pie. Pero, hasta que eso ocurra, nos queda el consuelo de saber que, mientras la muerte desfila por la tierra, la vida encuentra un maltrecho refugio en los senos de una mujer kosovar. Senos que fueron creados para fiebre del tálamo y para el recipiente devoto de unas manos, y que hoy sólo son ruinas de una belleza calcinada, aposentos saqueados por la avaricia de los hombres. Senos que hubiesen merecido la alegría ilesa de la juventud y que, sin embargo, ya se decantan hacia sus postrimerías, mientras un niño los exprime y agota.
Hay en esa fotografía la misma belleza desvalida que sorprendemos en las florecillas que crecen en un desmonte, entre cascotes y escombros, pero también hay una premonición esperanzada, más allá de los nubarrones pesimistas a los que la mirada de esa mujer parece asomarse. Con un poco de suerte y obstinación, quizá esa mujer logre completar la lactancia de ese niño, aun a costa de ver reducidos sus senos a pingajos exangües; quizá ese niño logre seguir extrayendo una gota de leche hasta que cese el estruendo de las detonaciones; quizá esa mujer y ese niño logren sobrevivir al hacinamiento y al peregrinaje por tierras inhóspitas y al acoso de las epidemias. Con un poco de suerte y obstinación, quizá ese niño no guarde memora de las penurias que infamaron sus primeros años, y, cuando en el futuro intente rememorarlos, sólo recuerde la calidez generosa de un seno que se le brindaba, al borde de la extenuación, para mantenerlo vivo. Con un poco de suerte y obstinación, quizá el recuerdo de ese seno decrépito pero leal a la misión que le encomendó la naturaleza, guíe la conducta de ese niño y lo anime a renegar del rencor y de la pólvora.
Juan Manuel de Prada
ABC/24.04.1999
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