viernes, 11 de enero de 2013

0 Ganivet y la españolidad del independentismo (III)


6. Quijotismo jurídico. Ganivet señala agudamente la dualidad moral del alma española, exigente trascendental por un lado, como Don Quijote, y enseguida compasivo realista, como Sancho. Se observa el fenómeno cada día en la prensa: al descubrirse cada nuevo caso de corrupción, las redes sociales arden reclamando la perpetua para el imputado, pero cuando circula su imagen esposado, surgen voces clamando contra la indignidad de la llamada pena de telediario. Lo mismo ocurrió con el Rey antes y después de su contrición expresa por la hecatombe proboscídea en Botsuana. “El espíritu público sigue a los moralizadores hasta que llegan al punto culminante de la inmoralidad; pero una vez llegado allí, sin gradaciones, da media vuelta y se pone de parte de los acusados. (…) En España se prefiere tener un Código muy rígido y anular después sus efectos por medio de la gracia. Castigamos con solemnidad y rigor para satisfacre nuestro deseo de justicia y luego, sin ruido ni voces, indultamos a los condenados para satisfacer nuestro deseo de perdón”. No por nada a primeros de diciembre se contabilizaban 468 indultos en tan solo once meses de Gobierno de Rajoy, al tiempo que Gallardón no cesa de anunciar endurecimientos penales.
7. El español como genio potencial. Ganivet incurre en la provocación de llamar a Goya y Velázquez “genios ignorantes”, pero lo sabe explicar por el secular desprecio del método y la ansiedad genialoide del artista español, reacio a portar la divisa de una escuela. “Siempre que un español de buena estirpe coge la pluma o el pincel u otro instrumento de trabajo artístico, se puede pensar, sin temor a equivocarse, que aquel hombre está igualmente dispuesto para crear una obra maestra o para dar vida a algún estupendo mamarracho. (…) Nosotros no queremos imitar; pero aunque quisiéramos no podríamos hacerlo con fruto, porque nuestros modelos, por su excesiva fuerza personal, son inimitables. (…) Todos desean ser cabezas de ratón o de león, poco importa, y en vez de formar un ejército literario, no somos más que una partida de guerrilleros de las letras”. El fracaso escolar, la picaresca de la chuleta y el cambiazo, el desprestigio de nuestras universidades, la inviabilidad fáctica de un modelo de I+D generalizado, la cultura del pelotazo como plasmación del “genio empresarial”, el cainismo literario… manifestaciones todas, una vez más, de nuestro carácter anómalo: “En cuanto a los centros docentes, tal como hoy existen, aunque se suprimiera la mitad, no se perdería gran cosa. Son edificios sin alma; dan a lo sumo el saber, pero no infunden el amor al saber”.
8. La forma antes que el contenido, o mejor discutir que trabajar. Ahí va la exégesis del síndrome zapaterino a cuenta de la nación discutida y discutible o la bulimia estatutaria: “Aún se discute la forma que ha de tener el Gobierno y la organización territorial de la nación; se discute todo y se discute siempre. La fuerza que antes se desperdiciaba en aventuras políticas en el extranjero, se pierde hoy en hablar; hemos pasado de la acción exterior a la palabra; pero aún no hemos pasado de la palabra a la acción interior, último término y asiento natural de nuestra vida política. Hemos restaurado algunas cosas y falta aún restaurar la más importante: el sentido común. Cuando todos los españoles acepten, bien que sea con el sacrificio de sus convicciones teóricas, un estado de derecho fijo, indiscutible y por largo tiempo inmutable, y se pongan unánimes a trabajar en la obra que a todos interesa, entonces podrá decirse que ha empezado un nuevo período histórico”. Ganivet parece así pedir desde 1896 esa segunda Transición que de una vez por todas cierre el modelo de Estado, y que nunca llegará porque entonces habrá que discutir una tercera: “Aunque la igualdad fuera absoluta, el más débil se creería humillado; y si faltaban motivos, buscaría pretextos para alimentar su suspicacia. De aquí la idea de algunos políticos de disolver la nación española, resucitar las antiguas regiones y fundar la unidad sobre algo parecido a una confederación. Estos políticos son como los muchachos que juegan a la baraja, y que cuando pierden no quieren conformarse y mezclan las cartas diciendo: esta vez no vale”. De ahí esa irreprimible sensación de puerilidad que nos despierta Artur Mas jugando al gran mecano del pequeño estadista, sin darse cuenta de que ese juego es el más español de todos.
9. Cultura de la lotería. No por nada la lotería pública es una de las pocas instituciones que duran con éxito incuestionado desde Carlos III hasta el pasado 22 de diciembre, tras el gatillazo maya. Lo que el español espera, al tiempo que recela del poder, es una merced magnánima dictada desde ese mismo poder. De ahí el maná de la subvención, tan de nuestro autonomismo. De ahí la quiebra previsible del exangüe Estado de Bienestar, porque las ciudades viven “en la mendicidad ideal y económica y todo lo esperan del Estado”, y porque “los individuos trabajan los suficiente para resolver el problema de no trabajar”, lo cual redunda en la falta general de ideas, de creatividad, de emprendimiento que aqueja a la nación. “Hay quien espera aún la herencia milagrosa, como si tuviéramos muchos tíos en las Indias. Después de varios siglos de andar arrastrándonos por los suelos, no queremos caer en la cuenta de que hay que confiarlo todo a nuestro esfuerzo, y que para trabajar, que es lo que interesa, tenemos hoy por dentro de España más tierra, más luz y más aire que necesitamos”. Pero preferimos consolar lo improductivo de nuestra vagancia criticando la falta de gracia de los alemanes para vivir bien.
10. El afán de aparentar como factor de desarraigo. “He estado tres veces en Cataluña, y después de alegrarme la prosperidad de que goza, me ha disgustado la ingratitud con que juzga a España la juventud intelectual nacida en este periodo de renacimiento; a algunos les he oído negar a España. Y, sin embargo, el renacimiento catalán ha sido obra, no solo de los catalanes, sino de España entera, que ha secundado gustosamente sus esfuerzos. En las Vascongadas sólo he estado de paso; pero he conocido a muchos vascongados; los más han sido bilbaínos, capitanes de buque, y éstos son gente chapada a la antigua con la que da gusto hablar; los que son casi intratables son los modernos, enriquecidos con los negocios de minas que no sólo niegan a España y hablan de ella con desprecio, sino que desprecian también a Bilbao y prefieren vivir en Inglaterra. El motivo de estos desplantes no puede ser más español; es nuestra propensión aristocrática: en cuanto un español tiene cuatro fincas, necesita hacer el señor; vivir lejos de sus bienes, contemplándolos a distancia y cobrando las rentas por mano de administrador”.
Jorge Bustos / Ambos Mundos

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