El presidente de la Generalitat llega al Ritz de Madrid -no pudo ser en el Palace porque allí se hospeda Duran i Lleida, cuya suite ocupa media calle- a dar gran conferencia; llena el auditorio y se explica de forma dramática sólo con verlo: la caja está tan vacía que necesita Estado propio. Habla de fatiga y en verdad parece fatigado. Fue una lástima no haber estado allí, porque yo también lo estoy, pero se me pone Bustos al teléfono y me cuenta que fue recibido con honores de Estado, tal que el príncipe de Zamunda, pisando alfombra bajo augusto silencio. Impresionaba, claro, porque desde la manifestación de la Diada por cada catalán se contabilizan tres, como la Santísima Trinidad. A Mas se le aparecía por momentos esa expresión medio pasmada del que no sabe cómo abrir el paracaídas. Fue al Ritz a pedir que el presidente del Gobierno se tire con él y juntos formen un corazón en el cielo antes de estamparse en el suelo, pero no hay constancia de que Rajoy se haya enterado de que Mas estuviese en Madrid y aún más: tampoco hay constancia de que Rajoy sepa que lo está él. Por tanto quedó una foto pendiente que se producirá en breve, y en la que Rajoy podrá emular, como último servicio a la nación, a aquel miembro de una cuadrilla al que se le puso al lado un bigotudo para posar con él y le exigió: «¡Retírese usted, hombre, que si no va a parecer que su bigote es el mío!». En realidad a Artur Mas esto le viene grande y además no tiene ni idea de cuánto dinero le va a costar, que es lo primero que preguntó Pla al llegar a Nueva York. Pero por ocultar su gestión está dispuesto a independendizar Cataluña con el mismo tesón con el que una señora de Bélmez se negó hace cuarenta años a reconocer una mancha de grasa en la cocina.
Manuel Jabois
El Mundo
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