Son media docena, bronceados y quemados por el sol mediterráneo. También son jóvenes, brillantes, y la perra España aún no se les ha comido las ilusiones, aunque lo procura. Quisieron ser arqueólogos, y lo son. No en plan aventureros de película sino de los otros, los de verdad. Arqueólogos de los serios. Más Howard Carter que Indiana Jones. Y claro. Pagaron puntualmente el precio de su vocación. Y lo pagan, por supuesto. Lo siguen pagando. Nunca mejor dicho: de su bolsillo, casi. O sin casi. Escasez de subvenciones, becas que llegan tarde o no llegan nunca. Ganan lo justo para comer; y en algunas campañas, ni eso. Lo suyo es rescatar objetos del pasado para mejor comprender el presente. Para establecer la identidad y la memoria. Así que calculen ustedes mismos la prioridad oficial, con crisis o sin ella. En España, insisto. Las facilidades que encuentran para su trabajo. Aun así hay muchos como ellos, dispersos por ahí, trabajando como pueden y donde pueden. Nadie dijo que fuera fácil, ni rentable, hacer realidad ciertos sueños. Éstos lo hacen bajo el agua. Son especialistas en naufragios y navegación antigua: barcos hundidos romanos, fenicios y así. Ahora trabajan en un pecio del cabo de Creus, a veinticinco metros. Dos inmersiones diarias: trabajo duro, peligroso, delicado, sin poder apoyarse en el fondo para no dañar el precario estado de las maderas. Una estructura interesante, cuentan entusiasmados. Casi intacta. Una nave del siglo I antes o después de Cristo.
Arturo Pérez-Reverte
XL Semanal
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