Contra lo que sentenció el viejo Marx, no es cierto que la Historia solo se repita bajo el manto grotesco de la farsa. A veces, simplemente, se repite. Aquí y ahora, sin ir más lejos. A fin de cuentas, ¿qué otra cosa más que un revival del noventa y ocho es lo que, siglo y pico después, preside el acontecer del país? Como entonces, los catalanistas, siempre tan leales, aprovechando la gravedad de una crisis nacional extrema para anunciar que abandonan el barco por la escotilla. No fuera a ser que los roedores se sintieran solos en la huida. En cuanto a los que se dicen españoles y españolistas, persisten en cultivar aquel estéril autodesprecio tan castizo de los Unamuno, los Ortega, los Baroja y compañía, que tanto daño hizo y sigue haciendo. Exactamente igual que tras el Desastre. Acaso con la única diferencia de que el muy español repudio de España no emana hoy de los intelectuales, grandes o pequeños, sino de esa legión de tertulianos y arbitristas mediáticos que ha venido a desposeerlos de su función civil.
Así, aunque más toscos en forma y fondo, resuenan de nuevo los ecos de aquella “España, sociedad de botarates y mequetrefes”, que voceaba Baroja; la del “Parlamento atiborrado de vividores”, según Azorín; “nación absurda y metafísicamente imposible”, a decir de Ganivet; un “pantano de agua estancada”, para Unamuno. Nihilismo vacuo, tremendismo falaz, fatalismo irresponsable. La crítica negativa del noventa y ocho, en el fondo interiorización de la Leyenda Negra, sirvió los argumentos al separatismo. Siempre idéntica a sí misma esa legendaria cortedad de miras. Como en este instante. Como el recurrente suplir, ora con charlatanería patriotera, ora con diatribas masoquistas, la responsabilidad mayor del Estado. Esto es, vertebrar la nación a través de su presencia cotidiana en el territorio. Al fin lo sabemos con certeza, sin margen ninguno para la duda: objetivo expreso del president Mas, el motor de sus afanes todos, es destruir España. No le ayudemos.
José García Domínguez / ABC
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