Tengo en la biblioteca una Bounty de casi un metro de eslora, dentro de una urna de cristal. Ese barco -aunque originalmente era un carbonero de tres palos, escribo su nombre en femenino por razones más sentimentales que técnicas- presidió buena parte de mi infancia, animada por relatos sobre el mar entre los que, naturalmente, se contaba el motín de sus tripulantes en Tahití contra el despótico capitán Bligh en 1789: odioso personaje, aunque buen marino, que fue interpretado en el cine sucesivamente, y en los tres casos de forma espléndida, por Charles Laughton, Trevor Howard y Anthony Hopkins. El caso es que, como digo, ese barco inspirador de la trilogía que sobre el episodio escribieron Nordhof y Hall -conservo Rebelión a bordo, Hombres contra el mar y La isla de Pitcairn en el grueso volumen que perteneció a mi padre- formó parte de mi más temprana educación en lo que a barcos se refiere. Antes de cumplir los nueve años, la Bounty era tan habitual en mis primeras singladuras imaginarias como el ballenero Pequod, la Hispaniola donde navegó Jim Hawkins, el Nautilus del capitán Nemo, o el Arabella, buque pirata del capitán Blood.
Arturo Pérez Reverte
XL Semanal
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