Se cumplen mañana cincuenta años de la muerte de Julio Camba, que hervía el plomo de la palabra en la estereotipia. Llegaba a la Redacción de ABC con sonrisa burlona, mirada recelosa, entregaba dos cuartillas chicas, y se sentaba a comentar quisicosas de la ciudad automática; descerrajaba burlas y chanzas de los escritores de su tiempo, bromas amargas aparte sobre él mismo, y desplegaba su caldo de gallina para enhebrar cigarrillos sin tregua. Así lo recordaba su compañero de pupitre, Manuel Aznar. Julio Camba, genio e ingenio del periodismo, escribía dramáticamente en broma el humo de los días, creía muy poco en las glorias de este mundo y se retiraba a su cama a leer novelas policiacas.
—¿Y en eso consume usted su vida, don Camba?
—¿Y en qué mejor?
Érase un hombre a una pura y elegante inteligencia pegado, érase don Julio Camba. Nacido en Villanueva de Arosa en 1884, su padre era un médico rural, dentista, muy mañoso, que enseñó a fumar a un perro al cual convirtió en atracción. No antes de 1901 se embarcó de polizón en la bodega de un barco rumbo a Buenos Aires. Y allí, con su prosa, se comió a los hombres crudos. Las autoridades argentinas le preguntaron:«¿Usted, qué es?», y Julio Camba les dijo que «anarquista». Fue devuelto a España por «agitador peligroso». «¡El anarquista! ¡El anarquista!», cuchicheaban mujeres y niños cuando retornó a la isla de Arosa con sonrisa cyranesca, acompañado de la Guardia Civil.
Un anarquismo teórico símbolo de su inexorable libertad ciudadana y de él mismo. No imaginaríamos a Julio Camba abrigarse al fuego fatuo de una comuna. Con ligero equipaje, desde Arosa subió a un destartalado ferrocarril cuya última parada será Madrid, donde aguardaba la Gloria y los Pegasos bronceados. En la comisura de las tertulias literarias de café, casino o restorán Camba glosaba a Rabelais, Swift o Twain mientras le escuchaban embelesados los hermanos Machado, Rubén Darío, Baroja, Valle-Inclán, d'Ors...
Bacalao a la ajada
Camba principia a colaborar en «El reloj de oro», un órgano de un fabricante de cronómetros. Aquellos artículos se los pagaban en relojes.
—¿Y eran muy buenos relojes?, le preguntó Josefina Carabias.
—Pues, aproximadamente, como los artículos —respondió Camba—. Le advierto que con aquellos relojes se pagaron muy buenas firmas; una de ellas, la de Azorín.
En «Los lunes del Imparcial» cobraba diez duros, luego se fue a Londres como corresponsal de «La Tribuna», y le abonaban quinientas pesetas; a sus jefes les parecía una suma tan fabulosa que hasta el Rey Don Alfonso XIII lo comentó en una entrevista en primera plana: «Ya no dirán que el Periodismo está mal pagado en España». Camba se quedó atónito ante la frase Real.
Cuando Camba publicó «La casa de Lúculo» (imprescindible menú literario) sus amigos le raptaron y el banquete de celebración fue el éxtasis del absurdo. Su paisano Valle-Inclán, que en su brindis fue muy duro con Primo de Rivera, es detenido en el mismo Hotel Palace, mientras profiere en voz alta: «Don Ramón del Valle-Inclán no se rinde...» Y en tan divertido forcejeo entre el músculo y el intelecto, un capitán le espeta:
—¡Don Valle, no me obligue usted, a quien tanto admiro, a que me lo lleve por la fuerza...!
—¡Si es por la fuerza me rindo incondicionalmente. Pero ¡cuidado! ¡Con la inteligencia no se juega!, remató el marqués de Bradomín.
Mientras degustaba bacalao a la ajada y tortilla de sardinas, a Camba no le podía servir un camarero bizco porque inmediatamente se ponía a dar saltos. Se llamaba periodista, y no le gustaba que le tomaran por escritor: «Dejemos que se llamen escritores esos aficionados que acuden a los periódicos para quitarnos el sitio y desahogar sus vanidades», decía.
Camba, objeto de deseo de todos los periódicos de la época, dormía a veces en las Redacciones, era devoto de Pío Baroja, transitó de las Américas a Constantinopla; fue un Robinson Crusoe como corresponsal y enviado especial sin pasaporte ni dinero; aprendió inglés, francés, alemán, griego, ruso, turco, italiano, y en 191 recaló en ABC, llamado por Don Torcuato Luca de Tena. Millares de artículos esculpió Julio Camba durante 45 años prodigiosos. Honró el Cavia.
Vivió Camba los últimos años de su vida —desde el 8 de julio de 1949— en la habitación 383 del Palace. recuentemente enfermo, se quitaba la visera con la que dormía, al anochecido bajaba alhallcon su bastoncillo, y se abrigaba cerca de la calefacción.
—Prefiero morirme de hambre a escribir; le confió en cierta ocasión Camba a Ruano, que le sacaba a comer, merendar y cenar.
Y confesaba don Julio a don César:
—¿Sabe usted mi odio auténtico? Al miserable que inventó la imprenta.
Sublime articulista y practicante del buen vivir, mago de un sentido del humor cosmopolita y jugoso, Camba era el gato que ronroneaba sobre el tejado de zinc del Palace sin agresividad, rencor o resentimiento; consiguió que otros le abonaran la estancia. Llenó su cuarto de medicinas con las que se trató arbitrariamente. Despreciaba la literatura y la política. Cuando González-Ruano le convidaba al condumio, exigía Camba:
—¿Pero se comerá bien?
—Desde luego.
—Bueno, pero hay que traerme luego al hotel...
—Claro, hombre.
—¿Y quién viene...?
Camba era aterradoramente modesto, afable, cortés, encerrado en una torre de marfil que no quería habitar con nostalgias porque estaba cansado de sí mismo. Cuando los periódicos publicaban cosas suyas o algo sobre él, torcía la página casi con asco. Así de genial era Camba. Tuvo gloria, mas no conoció pena. Lo raro hecho arte.
En verano, Camba se sentaba en la terraza del Círculo de Bellas Artes, bastón de gruesa caña en la mano y pañuelo al cuello de la camisa a ver pasar la vida automática.
Contaba su gran amigo Luis Calvo en ABC que cuando Dámaso Alonso le ofreció un sillón en la Academia, Camba le replicó que lo que quería era un piso, porque no podía escribir un discurso, hacerse un frac, y no gastaba humor para esos honores. Aborrecía que le llamaran humorista —«esos comediantes que salen a escena a contar chistes»—, mientras sus ojos irónicos y humados se entornaron como una llamita sin maldad, envidia ni odio un 28 de febrero de 1962. Julio Camba no habría ido ni a su propio entierro, concluía Ruano. «Camba, en su desamor desconcertante, ni siquiera hablaba mal de ninguno. La muerte le invitó a cenar y el solitario del Palace, como se garantizaba llevarle en coche, dijo que “¡bueno!”. Sin pensar que no le volverían a traer al hotel. Eso no se hace», talló en su columna dórica César González-Ruano.
—Hermosa es la vida, pero se acaba... fueron las últimas palabras que susurró el paladín de la vida Julio Camba, a cuya lectura automática hay que retornar eternamente.
Antonio Astorga/ABC
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