domingo, 12 de febrero de 2012

0 Réquiem por el maestro de los epitafios, Raúl del Pozo (II)

Jugó al póquer con Cabezón de Salamanca y Emilio Mora y lo pelaron, pero dejó tiesos a los membrillos del cine y del sindicato del espectáculo, cuya junta presidió. Se sabía, como Cela, el Ribadeneyra de memoria: "El que no se sepa el Siglo de Oro no puede tener buena prosa. El verso te obliga a la síntesis".
Era un hombre del régimen anterior -profesor de la Escuela de Periodismo, consejero nacional de Prensa, miembro del SEU-, pero nunca le oí que odiara a nadie. Carecía de hiel, desconocía el veneno de la envidia, no proyectaba sobre su ideología su demencia.
Los primeros que fueron a velarlo fueron lectores anónimos, enamorados y fanáticos, que eran sus verdaderos amigos, los que sostenían su columna, euro a euro, leyéndolo cada día con devoción. En la fiesta de su cumpleaños hubo cantantes de ópera bajo el toldo y él siguió las bellas canciones con la alegría de un niño travieso.Ya dijo Goethe que el genio es una eterna pubertad. Se emocionó con el brindis de La Traviata y levantó la copa en el último Bebiamo, bebiamo. Era un italianizante y se sumergía cada año en la delicia del Lago Maggiore, como una forma de discreto exilio; sólo se llevaba de España unas cajas de Vega Sicilia y versos de San Juan y de Quevedo. Vivía como un pachá, se gastaba cuanto escribía y lo repartía entre los familiares con menos suerte.
Entre sus virtudes no figuraba la frugalidad. Como un patricio amaba las termas, la sátira, el epigrama. Como murciano, el arte de trovar y el arte de burlar. Pasaba de Garcilaso a Petrarca sin transición.
Tenía costurones del oficio: lo demandaron Botín, Cortina y Marta Chávarri, Sarasola. Le pincharon el teléfono. Presentó denuncia contra Polanco en el caso Sogecable, que era como atacar a un león con un mal palo.
Y era sobre todo un hombre bueno. Cuando se enteró de su muerte el matrimonio filipino que servía en su casa, le dijo el marido a la esposa: "Ha muerto nuestro padre".
Se lo llevaron de la clínica en un ataúd caoba, forrado en el interior de blanco como un traje de novia. Me han contado que no ofrecía la imagen tétrica de los muertos: "Tenía una expresión burlona, como si sonriera por la espléndida corona que le había mandado Mariano Rajoy".
Raúl del Pozo
El Mundo, 19/04/2006 

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