Me encontraba en Italia cuando el Costa Concordia naufragó en la isla del Giglio. Y una mañana, comprando películas de Totó y Alberto Sordi en la Feltrinelli para regalar a los amigos I due colonnelli, Guardie e ladri, Il vedovo, Una vita difficile observé que el chico que atendía el punto de información estaba conectado a Internet y escuchaba el diálogo telefónico mantenido en la noche del viernes 13 de enero entre el capitán Francesco Schettino, que acababa de abandonar barco, pasaje y tripulantes a su suerte, y el comandante de la Guardia Costera de Livorno, Gregorio De Falco. «¿Quiere irse a su casa porque está oscuro, Schettino? -sonaba recia la voz del oficial-. ¡Vuelva a bordo, carajo!».
Me acerqué, interesado, y escuché también. Estuvimos un rato los dos en silencio, mirándonos de vez en cuando, en las pausas entre las instrucciones que De Falco daba al otro con serenidad y firmeza, y los balbuceos desconcertados del pingajo humano que era Schettino. A veces, tras advertir que yo no era italiano, el joven empleado de la librería me dirigía ojeadas incómodas cuando los balbuceos del capitán del Costa Concordia eran especialmente patéticos; como si el chico se avergonzara de que yo escuchase aquello. Quizás por eso, en un momento en que la voz del oficial de la Guardia Costera sonó especialmente firme «¡Le estoy dando una orden, comandante!», el chico me miró de nuevo, y como si hablase consigo mismo, aunque dirigiéndose a mí, murmuró con un toque admirativo: «Ha le palle». Ése sí tiene cojones, en traducción libre. Referido a De Falco.
Arturo Pérez-Reverte
XL Semanal
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