Y termino con el famoso «talante». Si ustedes leen el Corominas, verán que «talante» y «talento» son, en el origen, lo mismo. Es el griego «tálanton» (no hagan caso del DRAE): la «balanza», también la «pesada» de oro o plata. En Atenas, 6.000 dracmas. Pues bien, la palabra pasó al latín vulgar y de ahí a nosotros en dos variantes: «talento» y «talante», la segunda más fiel al griego pero pasada por el francés. Sin duda influyó en su sentido valorativo, sobre todo el de «talento», la parábola de San Mateo sobre el hombre que, al partir de viaje, confió sus talentos a sus servidores.
Sin entrar en detalles, ya en el Calila y en Alfonso el Sabio «talante» es la voluntad, el gusto, admite adjetivos que indican el buen o mal carácter o disposición.
Pero ahora Zapatero tiene «talante», a secas, con valor positivo, como si fuera «talento». Los demás lo tenemos ya bueno ya malo, según. La palabra se ha cargado de un significado que la coloca en el capítulo de la excelencia humana. Es un modelo para todos. Otra vez la semántica al servicio de la política.
En fin, las palabras son flexibles, movimientos sociales o ideológicos hacen evolucionar su sentido. E influyen en el pensamiento de los que las pronuncian sin que ni siquiera, a veces, se den cuenta. Otras, sí se dan cuenta, pero no pueden evitarlo.
Lo peor es que, más que de evoluciones naturales, se trata muchas veces de alteraciones buscadas con intenciones precisas. Cosas o cualidades que están en la lengua al lado de otras varias, o a lo mejor no están, se colocan en el centro como términos de referencia de valores: lo máximo, lo buscado, lo aceptado. Y sectores marginales se convierten en la corriente central de la sociedad, hasta en su guía, aunque sea a costa de violentar hechos palmarios o semántica palmaria.
Se regala semántica: malo, después será la cosa la que se regale.
Son las palabras-chicle, estiradas con toda intención por grupos influyentes. Y van al BOE derechas. Luego, a la realidad de las cosas.
Francisco Rodríguez Adrados
ABC/24.11.2004
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