Julio Camba era un señor que aborrecía el ajo y el sufragio femenino. Lo plasmó en un lustroso tratado gastronómico, La casa de Lúculo; y en Haciendo de República, un vademécum acerado y perspicaz donde cargó contra el nuevo régimen, del que esperaba que le pusiese una embajada. La mesa y el escaño le brindaron la más jugosa nómina de su generación, pese a que en sus tiempos del ABC había que azuzarle para que se enrollase, pues el gallego sudaba la gota gorda para cumplir con sus diez artículos mensuales. Hay quien de la vida espera la muerte: Camba habría firmado poder dejar de escribir, una boutade que refleja su cuestionable reputación de vago.
Para nuestra fortuna y debido a su necesidad –que no hambre, pues el ilustre periodista no perdonó un mantel–, nunca llegó a hacerlo.
Aunque haya pasado a la posteridad por las crónicas políticas o por el arte de comer (y después contarlo), su viajado currículo oculta en un pliegue una obra que le hace merecedor de pasar a la historia no sólo del articulismo español sino también de la literatura universal. Instalado en Nueva York como corresponsal del diario fundado por Torcuato Luca de Tena, comienza a enviar un rosario de textos proféticos que darían para Un año en el otro mundo, un libro con el que se adelanta a la santísima trinidad distópica.
Editado por Biblioteca Nueva en 1917 y recuperado por Rey Lear, el supersticioso y bien plantado dandi de Vilanova de Arousa alucina un increíble mundo nuevo a partir de su experiencia en la Gran Manzana. Lo hace lustros, décadas antes de que Aldoux Huxley alumbrase Un mundo feliz; George Orwell, 1984, y Ray Bradbury, Fahrenheit 451. Incluso se anticipa a Yevgeni Zamiatin, que facturaría cuatro años después Nosotros, una novela en la que se inspiró el creador de Rebelión en la granja para engendrar la sociedad orwelliana. Camba sería, con permiso de H.G. Wells y de algún otro autor embrionario de ciencia ficción, el primer distópico.
Nueva York se presenta ante él como una “fábrica gigantesca” donde prima la cantidad y no la calidad, desprovista de “actividad intelectual” y en la que el ocio de sus habitantes –”un público infantil”– se reduce a “bailes gimnásticos” envueltos en una “música estridente y violenta”. Lo que para Huxley era la “soma” (droga de la felicidad), para Camba es la “goma” (de mascar). Pero, he aquí el mérito, su pluma visionaria no está novelando la hipotética y ulterior perversión de la utopía, ese mundo idealizado: él la concibe en tiempo presente. “El hombre va suprimiendo toda relación con el hombre para entenderse con las cosas directamente”, insistirá en La ciudad automática, escrito durante su segunda estancia en la metrópoli y reeditado por Alhena Media.
Un año en el otro mundo avanza la sociedad antidepresiva, tecnológicamente desarrollada, huérfana de bellas artes y en permanente estado de dicha imaginada en Un mundo feliz. “La mecánica y la industria van suplantando en los Estados Unidos no sólo la ternura doméstica, sino todo lo demás”, expone el corresponsal. “La alegría es puramente física, a base de montañas rusas, de toboganes y de waterchuts”. También vislumbra la omnipresencia (el teléfono como fin, no como medio; la cámara fotográfica que se cuela en la habitación donde agoniza el poeta Rubén Darío…) y el control del Estado trazados por Orwell.
“Nueva York no es una ciudad. Es un sistema, una teoría”. La urbe matemática en la que nada escapa al problema planteado por quien detenta el poder. Washington no alcanza ni de lejos la categoría pérfida, totalitaria y represora del Gran Hermano (trasunto de Stalin), pero representa al “amigo íntimo” que ejerce, a lo sumo, un “poder sobrenatural”. El vigilante ubicuo, en cambio, bien podría ser el “detective americano”, ese ojo que pasa inadvertido y todo lo ve: “Si es hombre se disfraza de mujer, y si es mujer se disfraza de hombre”.
Escéptico y cínico, Camba también alude a los grandes temas de la novela de ciencia ficción distópica: la tecnología reproductiva y el cultivo de seres humanos, el fin de la privacidad, el Estado como “laboratorio social y político”, la producción en cadena, la guerra como “salvación espiritual” y las paradojas y contradicciones que encierran las alianzas bélicas: “¿Qué harían los americanos de nacimiento alemán si las cosas llegaran a tal punto que los Estados Unidos exigieran su concurso para combatir a Alemania?”, se pregunta.
Anarquista antes que conservador, precoz en la mecanografía y tardío en la entrega, lo que Camba narra desde el otro mundo tardará en ser evocado por los grandes escritores del siglo XX. Valga como ejemplo esa civilización sin letra impresa, el ardiente objetivo deseado por los bomberos de Bradbury, que se afanaban para encontrar libros y quemarlos. “América tiende deliberadamente a suprimir toda manifestación literaria”, auguró el hombre que le presentó la dimisión a la muerte después de haber vivido sus últimos doce años en la habitación 383 del Hotel Palace de Madrid. Pero antes de rubricar la instancia con la guadaña, nos recordó que en aquella Nueva York “saturada de electricidad”, colosal “hasta en sus catástrofes”, el fuego también era, como en Fahrenheit 451, todo un espectáculo.
Henrique Mariño
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