HAY cosas que se han ido acumulando. Demasiadas. Pero la vida es eso: cosas inútiles en torno nuestro; objetos, como recuerdos; con los años, objetos y recuerdos son lo mismo. Un día no estaremos y alguien tirará lo amontonado a la basura. A eso se reduce todo.
Vuelves. Nada te ata a este lugar. Pero vuelves. Tal vez porque, pasada cierta edad, uno sólo sabe ser lo que repite. Alguien, sin cuya eficacia la rutina te sería bastante más trabajosa, ha puesto en tus cosas un orden pulcro que las hace maravillosamente ajenas. Y es casi una ofensa alterar esa diáfana geometría de la casa vacía de ti mismo. Los días pasan sin abrir la maleta. Echas, de vez en cuando, una ojeada al fulgor blanco de la nevera vacía. Tratas de que tus pasos no dejen huella. Es vano pero hermoso vagar, tenue, por las habitaciones, como si no hubieras llegado. No hacer ruido. Tal vez así la vida no se entere de que todo retorna. Y ese todo es un asco.
Fueron una ficción las vacaciones. No queda, a estas alturas, nadie que no lo sepa. Necesaria. Como lo son siempre, para los frágiles hombres, las mentiras. Una puesta en escena de la huida, bajo las peculiares imágenes que para cada uno el anhelo de huir ha revestido. Que da de bruces siempre en el retorno. Bajo una luz letal, aún más que bella, fuiste piedra entre las piedras de Agrigento. Pocos privilegios existen como el de, en la sólida hoguera del sol ámbar, haber entendido, al fin, a aquel hijo de Acragas que deja al borde del cráter del Etna su sandalia y nos lega dos mil quinientos muy triviales años de enigma sobre su vida o muerte. No retornó. Ni a la previsible vida, ni a la no menos monótona muerte. Y eso consuma lo imposible: trocar al hombre Empédocles en mito. Hölderlin lo dibujará, en 1798, con la sutil finura de quien maquina ya su propia, terminal, leyenda con ventana y tal vez fingida locura sobre el Neckar: «Los que no vuelven dicen siempre la verdad». Los mentirosos -todos- retornamos; porque vivir es ir surfeando el labio de la mentira. Y suplicamos, como Hölderlin, a las Parcas un verano más, otra ocasión fatal, para perderla, que es lo único que de verdad sabemos hacer los hombres: «Concededme un verano, ¡oh, poderosas!/ Y un otoño para el maduro canto». Es una excusa. Pobre. Para hacernos perdonar que retornamos. Renuentes al mandato del poeta, que exige el no regreso de allí donde, al fin, se nos dio el sosiego, porque «a los hijos del cielo, cuando han sido demasiado felices, les está destinada una maldición especial».
Gabriel Albiac
ABC-24/08/2009
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