El léxico español está cambiando, como todo léxico al cambiar las circunstancias sociales y culturales. Lo malo es que algunos de estos cambios son muy forzados, provienen de pequeños grupos que usan el léxico para imponer sus ideas. Estiran las palabras como chicles. Igual nuestro Gobierno. Doy mínimos ejemplos.
«Matrimonio» es flagrante. El Diccionario dice: «Unión de hombre y mujer concertada mediante determinados ritos o formalidades legales». Lo único que pide es que sean hombre y mujer. Así desde el principio. Es un latinismo, derivado de mater «madre», entró en Castilla desde el siglo XIII.
Pues ahora es la unión legal de dos gays. En un referédum ni uno entre diez mil lo aprobaría. Pues ahí está. Esa unión toma ciertas ventajas legales propias del matrimonio. Esto es aceptado generalmente. No el nombre: no hay madre alguna. Podrían crear o adoptar otro. ¿Por qué, entonces, ese trágala arbitrario? Para que un grupo marginal se introduzca en la corriente general, tome un nombre ajeno. Busca integrarse, lograr así prestigio e igualdad. Se les regala, para ello, un cambio semántico.
Vuelvo a lo del «género», que ya se nos ha impuesto. La Academia habló, yo mismo escribí: «género» en español tiene, a más de un valor general, un valor gramatical que solo a veces coincide con el sexo. Pues hemos de tragarnos el «género» = sexo, para que las promotoras de la idea (un grupo muy minoritario) se pongan a la par con las feministas americanas. Estas tienen razón: gender es «sexo» en inglés, que no tiene género gramatical. No las nuestras. Pasan por encima de la lengua española y convierten su lenguaje en español normal. Se ponen «à la page». Con protección oficial.
Francisco Rodríguez Adrados
ABC/24.11.2004
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