Apenas cruzo el umbral de La Bersagliera, en Nápoles, veo que algo no marcha como es debido. Hay una ligera variación en cómo están dispuestas las mesas, y Salvatore, el maître de toda la vida, no aparece por ninguna parte. Por otro lado, aunque me dan una buena mesa junto al mar, nadie pregunta si tengo reserva. Y para colmo, alguien le está cantando O sole mio a una docena de japoneses que comen tallarines con pulpo. Al poco se confirman mis sospechas tenebrosas: la pasta está mal cocida, los espaguetis vóngole -aquí eran los mejores del mundo- no saben a almejas ni a nada, y a los postres una señora rubia y locuaz viene a contarme que es la nueva dueña del restaurante y que antes tenía uno en Capri. Y yo, tras escucharla cortésmente, pedir la cuenta y dejar la propina adecuada, salgo de un restaurante al que vengo desde que tengo memoria, dispuesto a no volver en mi puta vida.
Arturo Pérez-Reverte
XL Semanal
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