A las nueve y treinta minutos aterrizaba en Barajas el “Mystére” del vicepresidente del Gobierno, que ya fuera de la pista de toma de tierra, inició su rodadura hacia las dependencias de autoridades del aeropuerto. Allí con un semblante cansando, consecuencia de su permanente sacrificio personal, sin perder ni un minuto en pos de la prosperidad de España, subió al coche que le esperaba y se dirigió a su despacho oficial, donde al menos, y siempre que los asuntos pendientes se lo permitieran, podía lavarse los dientes, cosa que no pudo hacer porque cuando entró en su despacho ya le estaba llamando Pujol.
A las diez menos diez, nueve cincuenta de la mañana y una hora menos en Canarias, aterrizaba el avión de Iberia con todos los asientos ocupados y los armarios repletos de “tetrabricks” de naranja sin abrir. El avión rodó hasta su aparcamiento habitual mientras la amable “sobrecargo” recordaba a los pasajeros que no olvidaran sus objetos personales y les agradecía, en nombre del comandante y la tripulación, su confianza por volar con Iberia.
Entonces, junto a los autobuses, llegó otra camioneta de Iberia, similar a la de Palma, y la pasajera fue invitada a desembarcar. Sonrió de nuevo a sus compañeros de viaje, se despidió del comandante y el resto de la tripulación, bajó por las escalerillas, se introdujo en la camioneta y se alejó por la pista camino del pabellón de autoridades.
Cuando el “Mystére” de Serra ingresaba en el hangar para ser revisado, la pasajera del vuelo regular de Iberia desde Palma a Madrid descendía de la camioneta, recuperaba su equipaje y subía a un coche que la esperaba. Mientras Serra hablaba con Pujol, la pasajera de Iberia, la Reina de España, salía de Barajas camino de La Zarzuela.
Alfonso Ussía
ABC/21.09.1994
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