Clay se sienta en su taburete al final del cuarto, otea el horizonte, mira de refilón a su esquina y se dirige a su entrenador Angelo Bundee. “No veo nada Angelo, me han puesto algo en los ojos”. Bundee no responde, Clay se bloquea y el combate entra en una fase de indefinición. La esquina de Liston no es ajena a la escena. Esperan la decisión de Clay. Esperan ver a Bundee arrojando la toalla. El aspirante amaga con abandonar, Bundee le persuade, le echa agua fría en los ojos y escupe un par de frases cortas dirigidas a su pupilo: “No tendrás otra oportunidad. Sal y no pares de correr”. Cassius asiente con cara de cordero degollado y corre una maratón alrededor de Liston. El campeón lanza rayos de izquierda y truenos de derecha, pero no consigue dañar seriamente al aspirante, que soporta el castigo y vuelve más despejado a su esquina. Está vivo. Sabe que Liston ha tirado todo lo que tiene. Exhausto por el esfuerzo, abriendo la boca, jadeando, Clay detiene el mundo con la mirada. Está listo para cazar un oso feo y perezoso. Liston se lleva la mano al hombro, parece cansado. Clay exige el protector bucal, siente que el quinto asalto es su oportunidad. Sale a por todas. Mete la quinta velocidad y empieza a conectar golpes en serie, castigando arriba y abajo a Liston, inmóvil en el centro del ring. El campeón empieza a tardar en responder al zafarrancho de combate de Clay, que descarga un uno-dos frenético. Luego un gancho de izquierda. Otro uno-dos. Otro. Otro. Y otro. No hay respuesta del campeón. Liston se marcha a su rincón fatigado, dolorido, herido. En silencio. Su esquina es un funeral. Increíble, pero cierto: Clay le está humillando.
A punto de comenzar el séptimo asalto, Liston escupe el protector bucal. Abandona, no puede más. La prensa traga saliva, se frota los ojos y el público estalla en una ovación de júbilo. El campeón está roto, Clay es el nuevo rey de los pesos pesados. Había profetizado que Liston caería en el octavo round, pero el ‘oso feo y perezoso’ se había retirado incluso un asalto antes. Cassius sale disparado de su esquina como un resorte para pasar factura a los periodistas: “Ahora os tragaréis vuestras palabras… Soy el campeón del mundo… He cazado al oso feo y perezoso… Soy El Más Grande”. Aquel niñato presuntuoso de Louisville saboreaba su victoria henchido de orgullo, eufórico, mientras las máquinas de escribir de los periodistas echaban humo. No sólo era una victoria de Clay, sino una humillación. El siniestro ex presidiario había pasado, en sólo seis asaltos, a ser un juguete roto. Nadie daba crédito. Una conmoción recorría todos y cada uno de los rincones de Estados Unidos. La profecía de Clay se había cumplido: había cazado al ‘oso feo y perezoso’. Su triunfante rueda de prensa cambiaría el signo de su vida. Tras derrotar a Liston, hacía pública su pertenencia a la Nación del Islam y especificaba su nueva identidad: “Desde hoy abandono mi nombre de esclavo, no seré más Cassius Clay. Mi nombre es Muhammad Alí”. Ya no sería Cassius el esclavo de los blancos, sino Muhammad, el azote de los blancos. Ya no sería Clay, el campeón de los negros, sino Ali, el líder espiritual de los negros. Algo más que un boxeador. Mucho más que un simple hombre. Una leyenda.
Rubén Uría
JotDown Spain/Enero
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