Felipe González desmochó ayer cualquier pretensión dinástica de la que no hace tanto tiempo fue "la niña de Felipe". Que Carme Chacón se dé por emancipada, le han cambiado hasta la cerradura de casa. Porque, aun queriéndola como a veces se quiere lo que se destruye, González la condenó a no poder blasonar en Sevilla de otro linaje que el de Zapatero, y ése es tóxico.
Por el contrario, de un invernadero que recordaba a aquel de El sueño eterno cuyo calor manchaba de sudor la camisa de Bogart, Rubalcaba salió ungido como la única candidatura de continuidad histórica. Entroncada, no ya con el felipismo, sino con el mismísimo Pablo Iglesias, con quien le vinculó Patxi López, a quien sólo le faltó sacar una tabla oui-ja para que el fundador arrastrara el vaso hasta el Sí a Rubalcaba. El , que trata de imprimir un timbre épico incluso a la lista del supermercado, se refirió al congreso de Sevilla como un nuevo Suresnes, igual de determinante en términos de refundación y proyección al porvenir. También abundó en un argumento reiterativo, el de rebajar recelos por las ambiciones personales de Rubalcaba agradeciéndole que en realidad haya elegido librar por el partido peleas perdidas de antemano. Un mensaje a los delegados para que se sientan en deuda con quien muere, por todos, agarrado al banderín. De creer a Micaela Navarro, lo que el partido debería ver en Rubalcaba es una "seguridad" ajena a experimentos y ocurrencias de las que habrían quedado escarmentados después de las acrobacias de Zapatero: cualquiera diría que no gobernaron con él ni le adularon durante los siete años de poder repartido. [...]
David Gistau
El Mundo
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