Me aconsejó traducir a Cioran -fue el único autor que yo le descubrí- y me encargó traducir a Georges Bataille. Pero además se encargó de completar mi formación intelectual (Benjamin, Starobinski, tantos otros, nunca se lo agradeceré bastante) y de intentar ponerme de largo en la vida social, esto último sin éxito alguno.
Yo me iba por las mañanas a su despacho en la plaza de Salamanca, sin cita previa, me plantaba allí, a escucharle, y él -en lugar de esconderse tras el escritorio para ahorrarse otro pelmazo- me contaba muchas anécdotas picantes o maliciosas de personas ilustres cuyos nombres jamás me sonaban.
Yo sonreía con aire enterado, sin enterarme, pero sabiendo que éramos amigos. Luego yo me casé -y él ofició como cura la inverosímil ceremonia- y después dejó de ser cura y fue él quien se casó, convirtiéndose no menos inverosímilmente en duque de Alba.
Seguimos tratándonos pero ya mucho más esporádicamente, porque yo estoy hecho para convivir con editores, no con duques, que me confunden. Pero seguro que su vida no por eso fue más rara que la mía y desde luego siempre, siempre he seguido pensando en él con afecto, con agradecimiento y con un poco de asombro porque me hiciera tanto caso.
El día en que me enteré de su muerte recordé una anécdota digamos que teológica de nuestro compañerismo. Una mañana cualquiera estaba yo sentado en su despacho, dando la lata y él había interrumpido la charla para hablar por teléfono con no sé quién (atendía a sus asuntos con perfecta libertad delante de mí, porque me sabía socialmente inofensivo).
Se quejaba con su inimitable nonchalance de las amarguras existenciales y su interlocutor debió hacerle alguna recomendación piadosa, quizá irónica, a la que respondió con un tono tan súbitamente grave que me impresionó: 'La fe es la salvación, pero no un consuelo'. De esas cosas tampoco sé nada, Jesús, aunque cuentas como siempre con mi apoyo por si te hace falta y sobre todo en el caso de que ya no te haga falta.
Fernando Savater
El País/10.04.2002
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