Pero incluso en el recinto estricto de la interioridad, también el yo está expuesto a la pérdida. De qué modo puede ser así lo encuentro dramáticamente expresado en un aforismo de Georg Christoph Lichtenberg (el K-I/33,3; traduce Juan Villoro en Fondo de Cultura): “Mientras dura la memoria varios hombres trabajan dentro de uno mismo: el de veinte años, el de treinta. En cuanto ésta falla, uno se empieza a quedar más y más solo, las generaciones de yo se alejan y se burlan del viejo inerme. Sentí eso con gran fuerza en agosto de 1795”.
Resulta turbadora, también, esta idea del yo como saga, como una especie de empresa colectiva en la que trabajan las sucesivas generaciones de uno mismo. No se trata aquí de la multiplicidad del yo, de sus divergencias y de sus escisiones, sobre las que tanto se ha discurrido. Se trata más bien del yo como construcción coral en la que participan todos los yoes que -cualquiera sea la armonía o complejidad con que se organizan- uno mismo ha ido segregando en el transcurso del tiempo.
Lichtenberg se estremece ante la perspectiva de que, conforme falla, la memoria barra buena parte del “personal” que contribuye a mantener el yo en su plenitud. En el extremo opuesto de la melancolía que a él lo asalta, pero partiendo de un mismo sentimiento del yo como una especie de factoría en la que las propias facultades trabajan como buenos operarios, vale recordar la estupenda carta que Jaime Gil de Biedma escribió a Gabriel Ferrater el 18 de agosto de 1956 (en El argumento de la obra. Correspondencia, edición de Andreu Jaume, Lumen, 2010): “Es una de las cosas más agradables del mundo. Levantarse, por ejemplo, hacer el tour du propriétaire de nuestra inteligencia y encontrar que los corderos se han reproducido, que los gansos están bien cebados para el foie-gras, que las vacas dan leche en abundancia, que las uvas están maduras y la pradera verde. En fin, que todo se ha reproducido y puja por sí solo...”.
Amargo ha de ser, sin duda, para quien ha conocido una euforia de esta naturaleza, enfrentarse -como le había de ocurrir al propio Jaime Gil- a la mengua del yo, a su despoblamiento, a su ruina.
Ignacio Echevarría
El Cultural, 01/04/2011
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