Es muy de admirar hoy tan
regocijada disposición de espíritu. No ver sino fuertes y atrevidos brazos,
sino amores magníficos en este país de las tristezas, es algo heteróclito y
nada frecuente.
Yo andaba estos días buscando a
ello explicación, y leyendo un libro de cubierta amarilla anoté en el
cuadernito por mí dedicado a tales usos que Anatole France dice de Banville: “Es
acaso de todos los poetas el que menos ha pensado en la naturaleza de las cosas
y en la condición de los seres. Formado su optimismo de una absoluta ignorancia
de las leyes universales, era inalterable y perfecto. Ni por un momento el
amargor de la vida y de la muerte ascendió a los labios de este gentil
asociador de palabras”. Sólo así se comprende que hable el señor Valle-Inclán
de lo que habla en unos tiempos tan anémicos y reglamentarios que ni aun
alientos quedan para los grandes vicios y crímenes grandes.
Sí: el autor de las Memorias del
Marqués de Bradomín es un hombre de otros siglos, una piedra de otros períodos
geológicos que ha quedado olvidada sobre el haz de tierra, solitaria e inútil a
las aplicaciones de la industria.
Y no sólo aparece de esta suerte
en su concepción o no concepción moral de los hombres sino también en su arte,
que tiene mayor semejanza con la de un orfebre que con la de un literato, tal y
como por acá es la literatura: a veces nubla sus páginas el preciosismo. Pero,
sobre todo, es un arte exquisito y perfecto: vigila el artista dentro de su
espíritu, con la solicitud de las vírgenes prudentes, aquella primera lámpara
de que habla Ruskin: la lámpara, digo, del sacrificio.
Parece que existieron épocas de decadencia
en que un pueblo heredero de cultura sorprendente y enorme, ebrio de perfección
y de refinamiento, enfermo, acaso, de megalomanía como toda degeneración
aristocrática, se mostró dispuesto a renunciar los goces sólitos y tranquilos y
aun las cosas necesarias por construir obras de maravilla, y así sacrificaba
sus riquezas y sus vidas en aras de la magnificencia. Éste es el espíritu de
sacrificio: aquel espíritu de furibundos anhelos estéticos no se cuidaba de que
una parte de la ornamentación hubiera de estar más o menos alejada de la vista
para construirla de maderas y metales ricos y completar en ella una igual labor
lenta y acabada.
¡Cuán lejos estos tiempos en que
un artífice volcaba su vida, una intensa vida de pasiones y belleza, sobre lo
más oculto de una cúpula augusta y perdurable! Raros y extravagantes son hoy
tales artificios.
José Ortega y Gasset
La lectura, febrero de 1904
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