Pero a mí no me gusta por nada de esto. A mí me gusta porque toda la historia converge —a golpes visuales de flores amarillas, espléndidas y amenazadoras; a golpes sonoros de desgarradora música de cuerdas— hacia el amor incontenible que nos roba la feminidad encarnada sin mezcla de mal alguno; una mujer asediada, sensible pero dura, con toda la inocencia y sin ninguna ingenuidad; una mujer que “era como una corriente eléctrica, que poseía toda la feminidad del mundo”, en la descripción de Pasternak: Lara-Christie. Nos gusta como nos gusta la primera mujer de la que nos enamoramos y a la que no podemos ver, años después —en cada reposición televisiva—, sin volver a notar el calambre.
Después de esta declaración no me apetece nada proponerles a ustedes un libro, pero en fin. Podríamos proponer la propia novela en que se basa fidedignamente la película, pero quedaría todo excesivamente ruso. Les voy a obligar a que se lean, so pena de morir en el vacío y en la ignorancia, Cita en Samarra de John O’Hara. La he mencionado en algún artículo reciente. Es la novela que más me ha removido en los últimos años por la brillantez sucinta —milagrosa diríamos a tenor de la ebriedad perpetua de su autor— con que está narrada la decadencia fulminante de un matrimonio fitzgeraldiano, hermoso y maldito, socialmente inalcanzable y súbitamente tocado por la autodestrucción. Pero O’Hara narra sin estridencias, su sentido del tempo es perfecto e impide soltar el libro que le granjeó sin haber cumplido los 30 un nicho áureo en el canon occidental de Bloompara los restos. No me hable ninguno de ustedes hasta que se haya leído esta obra. Cita en Samarra toma el título de una inquietante leyenda árabe que comprime, con la precisión formidable del cuento alegórico popular, una enseñanza fatalista sobre la condición humana, enseñanza que la aristocrática novela que nos ocupa desarrolla sobre la moderna identificación entre carácter y destino. Les contaré el cuento para que abran boca:
“Había en Bagdad un mercader que envió a su criado al mercado a comprar provisiones, y al rato el criado regresó pálido y tembloroso y dijo: Señor, cuando estaba en la plaza del mercado una mujer me hizo muecas entre la multitud y cuando me volví pude ver que era la Muerte. Me miró y me hizo un gesto de amenaza; por eso quiero que me prestes tu caballo para irme de la ciudad y escapar a mi sino. Me iré para Samarra y allí la Muerte no me encontrará. El mercader le prestó su caballo y el sirviente montó en él y le clavó las espuelas en los flancos huyendo a todo galope. Después el mercader se fue para la plaza y vio entre la muchedumbre a la Muerte, a quien le preguntó: ¿Por qué amenazaste a mi criado cuando lo viste esta mañana? No fue un gesto de amenaza, le contestó, sino un impulso de sorpresa. Me asombró verlo aquí en Bagdad, porque tengo una cita con él esta noche en Samarra”.
Jorge Bustos/ Jot Down
0 comentarios:
Publicar un comentario