Hay un momento en Suave es la noche de Scott Fitzgerald en que el protagonista, descarado trasunto del autor, trata de realizar un ejercicio gimnástico en el mar, no recuerdo bien si se trataba de esquí acuático, en todo caso una suerte de exigente acrobacia que no logra completar a la primera. Se niega entonces a reconocer que las energías de la juventud han comenzado a abandonarle y no ceja en sucesivos intentos hasta consumar la ejecución perfecta. Pero esa noche se va a la cama presa de frustración porque ha constatado por primera vez el declive de su hombría.
En la pareja señera de la llamada Lost Generation que formaban Scott y Hemingway, todo el mundo inscribiría al primero en la categoría del escritor reflexivo y al fanfarrón de Ernest en la de los escritores de acción. Esta dicotomía clásica, no únicamente basada en el temperamento de los autores sino también en su contexto cultural, se formula a partir de la instauración del paradigma romántico, que sometió la historia de las artes y las letras a una reinterpretación general, casi una arrogante enmienda a la totalidad que revalorizaba la vida por encima del ejercicio intelectual. El paradigma clásico creía en la mímesis: el creador –ayudado por el soplo de las musas– se fijaba en la realidad para copiarla, y era el grado de fidelidad al original –la verosimilitud– el que tasaba justamente la magnitud de su talento. Homero no añoraba ser Aquiles: ciego y errante, se conformaba con cantar la cólera del héroe en forma lo suficientemente vívida como para que conmocionara a su público. Y Virgilio no deseaba sino ser otro Homero, jamás se le ocurriría la insolencia consciente de renovar el género de la epopeya; aunque lo estilizó bastante.
Pero llegaron los arrebatados chicos de Lord Byron y decidieron que no había mejor tema literario que ellos mismos. Planearon la emancipación de los viejos cánones merced a la única regla de su coraje, su corazón, su santísima voluntad y cruzar a nado el Helesponto con una sola pierna. El tipo de numeritos por los cuales Goethe –artista del tipo sedentario– bautizó a Byron como el “poeta del presente”, es decir, del yo y ahora. Whitman tomó ese esqueje rebelde y lo trasplantó poéticamente a la nueva tierra de promisión americana entonando el Canto a mí mismo. Allí creció sano y fuerte, regado por el romanticismo trascendentalista de Emerson, el rousseauniano de Thoreau, el pícaro de Twain, el simbólico de Melville o el siniestro de Poe. Por supuesto, ni todos los escritores posteriores a la publicación del Werther –que marca convencionalmente la detonación del romanticismo– encajan en la categoría de autores-actores, creadores-aventureros, poetas-guerreros; ni debemos imaginar a todos los anteriores como aburridos y estrictos amanuenses. No asociamos los nombres de Proust o Borges precisamente a la noción pura de la intrepidez. Por otro lado, Garcilaso murió como maestre de campo asaltando temerariamente una fortaleza gabacha y si Jenofonte, que acaudilló la retirada penosa de 10.000 griegos derrotados hasta ponerlos a salvo en Grecia de los persecutores persas de Ciro, no era un hombre de acción, entonces Pérez-Reverte tiene que ser alguien muy parecido a una bibliotecaria victoriana que ordena las fichas de las obras de Jane Austen.
Jorge Bustos / Ambos Mundos
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