Pese al matiz revolucionario impuesto por la eterna convalecencia de Fidel Castro, mi conexión sentimental con el chándal conduce a las películas de gánsteres. Es una referencia muy sólida para alguien que una vez, en un concesionario de Cadillac, preguntó si el cadáver en el maletero venía de serie, como los elevalunas, o si había que aportarlo.
Esta influencia me convierte en el único ciudadano, además de los Latin Kings, capaz de encontrar una identificación cultural en la indumentaria que vestirá en Londres el equipo olímpico español. El chándal tenía un inconveniente, esos dibujos entre étnicos y siderales que parecían los de un test de Rorschach y que remitían a un tipo de delincuencia más bien poligonera, sin rosa en el ojal ni juramentos ante una estampita. Los chándales de los Soprano eran menos estridentes, chándales para hombres de honor, jerárquicos, fiables: el COE ya podría haber consultado a Totó Riina, que habría evitado el papelón del macarrismo suburbial.
Otra cosa es el polo de paseo. Maravillosamente italoamericano. Un amigo trató de arruinarme la fascinación diciendo que es el típico de un jubilado obeso de Florida. Pero yo creo que es el tipo de prenda que Pussy Bonpensiero elegiría para dejarse caer por el Bada Bing y escrutar strippers desde la barra.
Después del buenismo exagerado, de las interpretaciones morales que rodearon al equipo de fútbol de la Eurocopa, no me parece mal que a Londres enviemos a un gang. Pero no a uno vestido como El Vaquilla los domingos, sino algo más corleonés. Para compensar las evocaciones arrabaleras del chándal, propongo que, en la ceremonia inaugural, la delegación española desfile con un traje de mil rayas, un sombrero borsalino y un gato ronroneador acomodado en el brazo izquierdo, como Don Vito. Y, si estamos a tiempo, que el equipo de tiro traslade su armamento en fundas de contrabajo.
David Gistau
El Mundo
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