Parece que en el siglo XIX se
inspiraban las obras de nuestros autores , más que en un arte sincero,
espontáneo, en pragmáticas oratorias y en hábiles perspectivas de escenógrafo.
Como la creación bella no era ya una necesidad expansiva, un lujo de fuerzas,
un exceso de idealismo, de fortaleza espiritual, sino un oficio, un medio de
vida reconocido, estudiado, socialmente estatuido, se comenzó a escribir para
ganar lectores.
Cambiado el fin de la elaboración
literaria, cambio el origen y viceversa. Se escribía para ganar; se ganaba, es natural,
tanto más cuanto mayor número de ciudadanos leyera lo escrito. El compositor
lograba esto halagando a la mayoría de los hombres, “sirviéndoles un ideal”,
que diría Unamuno, deseado por ellos, mas previamente creado por el público. Y
ello servido fácilmente, popularmente. Ya no hubo quien adornara sus puños de
encajes, como cuentan que hacía para escribir Buffon. El gran estilo había muerto.
¿Quién iba a detenerse en reflexionar un cuarto de hora sobre la colocación de
un adjetivo a la zaga de un sustantivo? Flaubert y Stendhal: un hombre rico y
aficionado, y un desdeños, de pluma inactual.
“Toda la literatura del siglo
pasado –dice Remigio de Gourmont- responde harto perfectamente a las tendencias
naturales de una civilización democrática; ni Chateaubriand, ni Víctor Hugo
pudieron romper la ley orgánica que precipita al rebaño en la pradera
verdegueante donde la hierba crece y donde sólo habrá polvo cuando pase el
rebaño. Muy pronto se juzgó inútil cultivar un paisaje destinado a las
devastaciones populares, y hubo una literatura sin estilo, como hay anchos
caminos son hierba, sin sombra y sin fuentes”.
No seré yo, ciertamente, quien
afirme aquí, al pasar, que esté bien muerto el “bello estilo”, ni quien llore
en cesáreo cadáver. Es asunto de más larga disquisición, y para disputar sobre
él sería preciso escamondar previamente y con cuidado la significación y la
comprensión de unos cuantos vocablos a que se han pegado muchas vanas ideas.
Y dicho esto, continúo:
El democratismo no ha logrado
escalar el alma rezagada algunos siglos del señor Valle-Inclán. Sordo, hasta
ahora al menos, al rumor de la vida próxima, aun adora los escudos familiares que
evocan leyendas hidalgas, los hombres solos que hacen huir, como Ignacio de
Loyola, una calle de soldados, y desprecian a los villanos y a las leyes;
guardan en la memoria un recuerdo deslumbrante de trajes riquísimos y
brilladores, de joyas históricas y valoradas en ciudades, de posturas heroicas,
de largos apellidos sonoros que son como crónicas, de toda la tramoya, en fin,
soberbia, cuantiosa y archivada de la edad aristocrática. Y toda esa balumba de
sentimientos de casta y de visiones orgullosas corre por su estilo y le presta
andares nobilísimos de cantor de decadencias.
José Ortega y Gasset
La
lectura, febrero de 1904
0 comentarios:
Publicar un comentario