Hombre de acción es lo que quiso ser Pío Baroja, que los retrató mejor que nadie, pero se sabía incapaz de emular las pendencias legendarias de Valle-Inclán. Hemingway también se sintió retratado y por eso asistió entre lágrimas a Baroja en su lecho de muerte. Quizá no haya otro autor como el de El viejo y el mar para agotar el estereotipo de escritor-aventurero. Más en sus cuentos que en sus novelas, nos advierte Bloom, se encuentra un talento inigualado para reflejar “el momento justo”, ese instante en que un hombre llega a la encrucijada que probará su valor o bien su cobardía. En la literatura española acaso sea Bernal Díaz del Castillo el ejemplo más inalcanzable de inmortalidad literaria y heroica a un tiempo. Y no deja de ser curioso que numerosos filólogos encabecen el ránking de la mejor prosa castellana de todos los tiempos con las obras magnas de dos soldados que se valoraron más por sus hechos de armas que por su talento verbal: El Quijote, primero, y la sensacional Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España inmediatamente después, el libro cuya lectura –¡de tantas!– más feliz hizo a Julián Marías, según propia confesión. La mayor gloria lírica de Portugal es un bohemio viajero y desdichado, Luís de Camões. Otro prototipo imbatido de aventurero y cronista, aplicado esta vez a los trabajos de Venus y no a los de Marte, fue Giacomo Casanova –diplomático y agente secreto al servicio de la Serenísima República de Venecia antes que memorialista libérrimo–, que tantos seguidores ha tenido después hasta el punto de sentar género y que desparramó a sus doscientas amantes a lo largo de las tres mil y pico páginas de sus memorias.
Nótese que no hablamos de escritores de acción en referencia a esa estofa de mercachifles del thriller que están en todo su derecho de cultivar este subgénero de urgencia aeroportuaria. Hablamos de grandes maestros de la literatura que además fueron parteros más o menos relevantes de la historia de su tiempo porque supieron vincular con arte sus dotes expresivas al vicio de la adrenalina. Fueron titanes, si nos atenemos a la denominación que algunos estudiosos del periodo romántico endosan a la sublimación literaria de la aventura del yo: “titanismo”. En su Introducción a una ciencia de la literatura (1950), Guy Michaud ensaya una clasificación tipológica de los escritores graduando su temperamento en ocho categorías diferentes cuyos equivalentes en la dicotomía que vengo manejando serían el “tipo colérico” para los titánicos y el “tipo sentimental” para los reflexivos. Michaud describe al colérico como dueño de una vitalidad exuberante, combativo e incluso agresivo, susceptible de cóleras ardientes, dotado de una voluntad muy fuerte y una impulsividad que desemboca en el gusto por la aventura, todo ello unido a una singular capacidad de trabajo y de producción. Y aporta los nombres paradigmáticos de Balzac o Rabelais. El sentimental, por el contrario, es descrito como externamente frío y reservado, dotado interiormente de una aguda emotividad, profundamente introvertido, amante de la soledad, voluptuosamente inclinado sobre su propia existencia y subjetividad, inclinado invenciblemente al autoanálisis en diarios íntimos que resultan muchas veces escaparate del pesimismo y la misantropía, casi siempre roídos por un tedio indefinible. Sería el caso, selecciona Michaud, de Amiel o Rousseau. Cabría toda una gama de tipos mezclados, pero siempre hay mayor claridad en los polos.
En una ocasión Dalí afirmó: “El mejor escritor de España es Franco; lo que pasa es que no escribe”. La apostilla deja por tanto al dictador fuera de este catálogo, aunque no cabe duda de que fue un hombre de acción. Uno, que tiene aspiraciones más modestas que la de dictar en solitario el destino de una nación durante 40 años, se ha apuntado en cambio recientemente a boxeo y escribe regularmente en prensa. Por algo se empieza.
Jorge Bustos / Ambos Mundos
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