El hotel de Mrs. Palfrey (1971), de Elizabeth Taylor (la otra, la escritora), es una novela sobre la vejez, quizá la más hermosa y delicada de cuantas recuerdo que tratan el tema. Fue traducida al español por Clara Janés, en 1986, y publicada en la memorable colección “Narradores de Hoy”, de Bruguera. Ese mismo año, Anagrama publicó Ángel, el título más célebre de esta autora absolutamente recomendable, que sin embargo parece condenada a una reputación más que discreta. Me dicen que hay planes de volver a ponerla en circulación aquí en España. Entretanto, el lector tendrá suerte si pesca alguno de los dos títulos citados, el primero ya sólo en librerías de viejo, donde aún pueden encontrarse también En el verano, que publicó Alcor en 1989, y Una vista del puerto, que publicó Alfaguara en 1990. Yo le debo a Belén Gopegui haberme puesto en la pista de esta autora, por la que -como por su coetánea Iris Murdoch- siento mucha afición.
Muy al comienzo de El hotel de Mrs. Palfrey, la protagonista -cuyos primeros años de casada transcurrieron en Birmania, donde su difunto marido trabajaba como administrador, siente cómo le cuesta cada vez más adoptar cualquier resolución. Y dice el narrador, a modo de justificación: “Cuando era joven, tenía que dar una imagen en primer lugar a su marido, al que admiraba, después a sí misma, y en tercer lugar a los nativos (soy una mujer inglesa). Actualmente, en nadie veía reflejada la imagen de sí misma, y ésta parecía disminuida: había perdido dos tercios de su antiguo valor (ni esposo, ni nativos)”.
Desde que lo leí por primera vez, me impresionó, en este pasaje, la idea tanto de la mengua como de la depreciación del yo. La idea del yo como un patrimonio devaluable; como una especie de territorio susceptible de verse ampliado o reducido en función de su capacidad para colonizar, por así decirlo, otros territorios. La idea del yo como un negocio, pequeño o grande, pero cuya prosperidad depende de una determinada clientela.
Expresada en estos términos, la idea resulta algo chocante; no cabe, sin embargo, sustraerse a lo que pone en evidencia: que existen instancias exteriores a uno mismo que determinan los alcances del yo.
Ignacio Etxebarría
El Cultural, 01/04/2011
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