La película tiene que ser buena, tiene que fluir como el
agua y pesar como el plomo, pero supongo que su caída no deja la misma huella
en la sensibilidad del espectador si este es un arcilloso y maleable jovencito
en formación que si el impacto queda amortiguado por las áridas geologías que
van sedimentándose con la edad. Por eso no sé si Doctor Zhivago (1965) de David Lean es la mejor película de todos los
tiempos o si solo a mí me lo parece, por más que no suele faltar en lo más alto
de los rankings hollywoodienses al uso. Yo la vi con 17 años y me trastornó de
un modo decisivo e irreversible. Desde entonces he perseguido como un
certificado Acnur de calidad ambiental esa combinación temática de guerra y
romance, de épica revolucionaria y romanticismo imposible en películas y
novelas, y rara vez he salido defraudado de cualquier ficción que armonizara
esos dos ingredientes nucleares. No es uno en esto demasiado original, porque
la muerte y el amor vienen siendo asuntos enjundiosos para la visitación
artística del hombre, al menos hasta que advino la Generación Nocilla para
cambiar el paradigma epistémico de la humanidad. Los Nocilla y Mercedes Milá.
Doctor Zhivago, la novela del poeta Pasternak que valió por un Nobel —de los Nobel
justificables, los anteriores a la caída del Muro y a la sustitución de lo
bueno y lo mediocre por lo correcto y lo incorrecto—, cumple con matrícula
todos los requisitos que los críticos avezados le exigen a la obra maestra:
“odisea visual”, perfección técnica, sutileza moral, hondura filosófica,
interpretaciones magistrales, guión adaptado con solidez, olímpica dirección de
actores, inesperados regalos fotográficos, melodías que subrayan con la líquida
melancolía de la balalaika —¡tan pura como el vodka más puro bebido para
olvidar!— un clímax narrativo que no se borrará del recuerdo, que incluso
inspirará el mural de un restaurante de comida americana. Ahí está contada
majestuosamente —la película se rodó aquí, petando de nieve artificial los
campos de Soria y Salamanca, debido a lo cual hay una generación de españolas
bautizadas como la protagonista de las que me suelo enamorar periódicamente— la
sentencia de Pla,
que es la sentencia del siglo XX: “Cuando le das el poder a los virtuosos, todo
el mundo se muere de hambre”. Nadie más virtuoso que Pasha Antipov, el marido
de Lara, devenido Strelnikov por la obediencia intachable al ideal comunista,
la consumación del proyecto hegeliano, la siniestra victoria de lo racional
sobre lo humano, incluso cuando lo humano es alguien tan hermoso como Julie Christie mirándonos entre lágrimas desde la
cima no de su propia belleza, sino de la belleza de todas las actrices de la
historia. Ahí está contado también el barro bíblico que nos constituye y del
que no está a salvo el poeta sublime interpretado sobriamente por Omar Shariff,
el héroe ético que sin embargo cede a un adulterio cruel por lo que tiene de
humillación de la más abnegada y amante de las esposas. Ahí está el pragmático
que siempre sobrevive y que corrompe, Victor Ipolitovich Komarovsky en la piel experta de Rod Steiger. Y tantas
otras lecciones en el espejo de la raza.
Jorge Bustos
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