Hace unos días, en París, charlé con una profesora francesa muy preocupada —Dios la bendiga— por lo que ocurre en España. A partir de las noticias que le llegan sobre nuestro país nos ve en una situación a medio camino entre la caída del Imperio Romano y el Apocalipsisde San Juan. Me retó a que la tranquilizara en sus temores y yo, francamente, no supe hacerlo. Solo le facilité unos cuantos comentarios a modo de glosas del desastre, por aquello de que las notas a pie de página alivian cualquier tragedia. Y me guardé otras reflexiones para mí: ahora pongo unas y otras por escrito.
Que las cosas van mal resulta ocioso decirlo. Los recortes sociales que se están haciendo —con escaso éxito— no solo pretenden corregir gastos superfluos o al menos discutibles sino que también afectan a nódulos esenciales de los servicios públicos, los cuales son la base de la redistribución de bienes que más aproxima a la reducción de desigualdades y a la armonía de la convivencia.
En algún sitio dice Cioran que se puede en el mejor de los casos gobernar sin crímenes pero nunca sin injusticias: sin embargo, hay ciertas injusticias que acaban convirtiéndose en un crimen de lesa sociedad. En la marejada del temporal, cada vez se agrava más la distancia entre quienes tienen recursos para protegerse a sí mismos y los que contaban ante todo con la solidaridad social —a la cual contribuían desde luego con su propio esfuerzo— para alcanzar una vida digna. Nadie nos aclara hoy si las grandes entidades financieras que están recibiendo tan cuantiosas ayudas por nuestro bien se comprometen a repartir beneficios entre todos cuando las cosas mejoren ni si quienes ahora pierden garantías sociales las recuperarán efectivamente mañana, cuando logremos la bonanza.
A pesar de las mutiladoras medidas económicas que se están tomando, el paro no disminuye de su magnitud estratosférica y seguimos a la espera de un despegue que no acaba de empezar. La verdad es que tampoco las presiones que llegan desde el extranjero nos ayudan mucho: el FMI, el BCE, los socios europeos por un lado y Alemania por otro, las agencias calificadoras, todos parecen concertados en exigirnos mayores sacrificios pero también en aumentar su desconfianza y sus reproches en cuanto los hacemos… A la angustia de la situación social se une el desconcierto intelectual, del que solo se libran los que predican sus deseos como si fueran soluciones a las necesidades, es decir los tontos.Las medidas gubernamentales en campos que conozco algo mejor, como el de la educación, son inquietantes. No por ideológicas, pues tan ideología es el laicismo como la confesionalidad, ni por conservadoras —¡ojalá conservásemos lo mucho ganado en las últimas décadas!— sino porque parecen apuntar retrocesos en cuestiones que se estaban consolidando a trancas y barrancas como universalizadoras de la ilustración y la compensación a los desfavorecidos. Pretender a estas alturas del siglo XXI separar por sexos a los alumnos, favorecer la enseñanza concertada o privada en detrimento de la pública… Está muy bien, desde luego, garantizar la posibilidad de elegir el castellano como lengua vehicular frente a ese invento neofranquista, la inmersión lingüística, pero no se trata de “españolizar” a nadie (aunque otros si hablen sin escándalo público de “euskaldunizar” o “catalanizar”) porque ser español no es nada distinto a ser catalán, vasco, gallego o andaluz: consiste en saber que se es cualquiera de esas cosas junto con los demás y bajo una estructura política común. Precisamente para explicar este patriotismo constitucional hubiera venido bien la asignatura de Educación para la Ciudadanía, suprimida por el ministerio para satisfacer a los supersticiosos…
¡Cómo no hundirse en un mar de dudas cuando vemos que los medios de comunicación más críticos con los recortes gubernamentales y la flexibilización laboral adoptan en sus empresas medidas no menos drásticas para capear la crisis! Es imposible creer que unos hacen para seguir siendo virtuosos lo que Rajoy comete por capricho o torpeza servil…
Sin especial entusiasmo por buena parte de los parlamentarios en ejercicio, no tengo por qué suponerles más venales, peor informados o menos capaces que quienes gritaban contra ellos en Neptuno. Más bien lo contrario, considerando algunos lemas que allí se exhibieron o el estrafalario teórico que se podía leer en los medios digitales que les apoyaban con mayor ahínco. El derecho a manifestarse contra la política gubernamental es indiscutible y su ejercicio de lo más lógico, en vista de cómo estamos. Pero no sirve para establecer una barrera mucho peor que la policial, una barrera mental entre ellos “los malos” y nosotros “los puros y buenos”. Y no deja de sorprenderme el interés mediático que despiertan las convocatorias en la calle en contraste con el desinterés o la hostilidad que rodea a quienes, no menos disconformes con lo actualmente establecido que ellos, han propugnado en los últimos años la difícil formación de nuevas organizaciones políticas como alternativas a las existentes. Por lo visto apasiona el que se queja pero no el que se dedica dentro de nuestro sistema, con paciencia y determinación, a buscar representantes distintos en vez de abuchear a los existentes.Quizá lo más inquietante de todo, en cualquier caso, sea lo que la pereza mediática denomina “el desprestigio de los políticos” y que en realidad es más bien el del oficio de ciudadanos. Su síntoma más evidente es lo ocurrido el 25-S: si escuchamos a los demagogos, el único problema del día fueron ocasionales excesos policiales magnificados hasta la estatura de anuncios de una nueva dictadura. Pero en cambio no les parece nada preocupante que un número considerable de gente acuda a una convocatoria que pretende cercar el Parlamento, sitiarlo hasta que dimita el Gobierno y reformar allí mismo la Constitución, de acuerdo a parámetros callejeros que piadosamente se nos ahorran. No se trata de un hostigamiento a los políticos —porque en democracia políticos somos todos, tanto los parlamentarios como los sitiadores— sino de una falta de respeto mayúsculo a millones de conciudadanos que habían elegido con acierto o sin él pero en ejercicio de su derecho democrático a tales representantes. El auto del juez Pedraz alivia la responsabilidad de los detenidos ese día invocando “la reconocida decadencia de la clase política”. Dado que según el vocerío los únicos más desprestigiados que los políticos son los jueces, me gustaría saber qué pasará el día que militantes de Batasuna decidan cercar la Audiencia Nacional hasta que no dimita toda ella en bloque y cambie la legislación antiterrorista…
Todo esto y alguna cosa más quise decirle el otro día a mi amiga francesa, pero entonces no supe y ahora que ya se me ha organizado un poco mejor la cabeza solo puedo confiárselo a ustedes.
Fernando Savater / El País
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