Con semejante carácter, Thompson jamás pudo vivir con cierto desahogo
económico hasta el final de su madurez, en esa edad más amaestrable en que el
Sistema suele condescender a los reconocimientos, como de hecho siempre acaba
sucediendo. Estas cartas publicadas por Anagrama dan fe de su comprensible
obsesión pecuniaria, de su constante búsqueda de temas y su habilidad para
venderlos a mil publicaciones distintas. Lograría su consagración definitiva levantando
enésima acta de defunción del sueño americano en Miedo y asco en Las
Vegas; la expresión “miedo y asco” le pareció una síntesis tan acertada de
su estética contestataria que en adelante la emplearía en el título de
numerosos trabajos, concentrando en tan ácido sintagma su marca de estilo
particular. Y el periodista continente de tanto miedo y tanto asco llegaría a
ascender al olimpo de la contracultura de los setenta como definitivo icono
iconoclasta del periodismo norteamericano.
Pero la fama nunca resulta tan instructiva como el hambre de fama, pulsión
casi erótica del joven periodista de Kentucky y de cualquier periodista honesto
que aún quede en nuestros días. Hay que pasar por esa etapa de duda y penuria,
aunque solo sea por averiguar si uno es capaz de sobrevivir a ella o bien es
cribado por el filtro despiadado de la insensibilidad familiar, social,
empresarial o mediática. A veces, en los duros inicios, incluso se hace preciso
trabajar de vigilante nocturno en una sauna frecuentada por grupos de
homosexuales violentos venidos de San Francisco: “Estoy rodeado de lunáticos,
la gente se pone a chillar cada vez que aprieto el gatillo, grita cuando me ve
con la camisa empapada de sangre, cuadrillas de mariconas me esperan para
liquidarme, tengo tantos acreedores que he perdido la cuenta, un dóberman
gigantesco en la cama, una pistola en la mesa de trabajo, el tiempo pasa, se me
cae el pelo, no tengo un centavo, tengo tanta sed que me bebería todo el whisky
del mundo, la ropa se me pudre por culpa de la niebla, tengo una moto sin luces
y una casera que está escribiendo una novela en papel encerado de carnicería,
hay jabalíes en las colinas, mariconas en la carretera, cubas de cerveza casera
en el armario, disparo a los gatos para desahogar la tensión, el salmodiar de
los budistas en los árboles, las putas en los barrancos, solo Cristo sabe si
podré sobrevivir a esto”, estalla un Thompson de 24 primaveras en carta a su
amiga Ann.
Hunter S. Thompson, el Jim
Morrison del periodismo universal, sobrevivió para contar cómo se iría
destruyendo después reportaje a reportaje, con minucioso rigor literario. Y a
los 67 años, cuando advirtió que ya no tenía mucho más de sí que destruir
periodísticamente, emulando a su maestro Ernest escogió una pipa de
su ingente colección y se voló la cabeza. Corría el año 2005 y se fraguaba el
estallido de ciertas burbujas, pero el mal del oficio venía de dentro y se
había desarrollado hasta la metástasis terminal, presentando hacia 2012 la
apariencia de un cuerpo tumefacto de color gris, el color del triunfo del
objetivismo a manos de los castrados de imaginación por las universidades o los
eunucos intelectuales de nacimiento. Unos años después cerraron todos los
periódicos.
Jorge Bustos
Jot Down
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