La cantinela de la muerte de la novela no me parece que contenga tanta
verdad como la cantinela de la muerte del periodismo en estos tiempos
decadentes donde lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer. Pero
del estado terminal del periodismo no informa tanto la caída irreversible de
las ventas del papel y el cierre anunciado de los quioscos, ni el auge
tontorrón de las redes sociales, ni la victoria siniestra de los realities de
cantores con jurado. La señal más elocuente de que todo esto de contar
historias y cobrar por ello se va, amigos míos, a tomar profundamente por el
culo es la parte del periodismo que por desgracia aún sobrevive y que, arropada
en las cálidas placentas de la connivencia con el poder —cualquier poder—,
expectora sus últimos clichés timoratos, expresados con mediocridad, pactados
con venalidad y defendidos únicamente mientras el amo no mande lo contrario.
La independencia y el talento no son gratos al poder. Si algunos de sus
benéficos frutos hemos conocido en este oficio se debe a que los pagaron los
lectores; pero los lectores, como el Dios de Nietzsche, han muerto.
Resucitarán dentro de algunos años, pero entre medias se habrá perdido una
generación de vocaciones artesanas. Queridos muchachos que insensatamente
persuadisteis a vuestros padres de que abonaran una matrícula en una facultad
de periodismo: dejadlo si estáis a tiempo. Salid de ahí y pensad en vuestro
futuro. Solo cuatro venturosos elegidos por cada promoción —las tres tías más
monas y el hijo de un editor— lograrán trabajar de periodistas con beca de 300
euros, un año al menos, en todo caso tiempo quizá insuficiente para consumar un
braguetazo o reconstituirse en consejero delegado, precisamente la pija estofa
cancerígena de escuela de negocios que ha acabado con el periodismo. Los chicos
y chicas brillantes que soñaron con emular a nombres inmortales se verán en la
terrible disyuntiva de elegir entre la escribanía del poderoso —o gabinete de
comunicación— y el reciclaje profesional como exportadores de aceite de oliva
virgen a África, continente responsable del 30% de incremento de nuestro
comercio exterior, para que no se diga que solo traigo malas noticias.
Yo creo, porque si no lo creyera me pegaría un tiro esta misma noche de
cálido otoño con la Beretta semiautomática que guardo en casa con todos sus
permisos en regla, que sobre la masa de vagos cerebrales que cualquier sociedad
primermundista fomenta al objeto de su propia supervivencia se alzará siempre
una élite resistente cuyas almas, una vez tocadas por la seducción espiritual
de la buena lectura, ya no sabrán renunciar a ella. Pagarán por leer algo
potente y hermoso como se paga por cualquier placer verdaderamente refinado.
Así que el problema no es tanto de la demanda como de la oferta. Para describir
la oferta contemporánea de periodismo, me vais a dejar que cite a uno de esos
nombres inmortales que todo estudiante de periodismo debería leer —antes de
enrolarse en el negocio del aceite— a los 21 años, edad que contaba Hunter
Stockton Thompson cuando escribió esta carta al director del Vancouver
Sun para pedirle trabajo:
“En mi tiempo libre he seguido algunos de redacción en Columbia, he
aprendido muchísimo del mundo del periodismo y he adquirido un sano desprecio
por la profesión. Por lo que a mí respecta, es una vergüenza que un terreno tan
potencialmente dinámico y vital como el periodismo esté plagado de zoquetes,
inútiles y cagatintas, dominado por la miopía, la apatía y la complacencia, y
en términos generales estancado es un lodazal de mediocridad inmovilista. Si el Sun quiere
apartarse de todo esto, creo que me gustará trabajar para usted”.
Jorge Bustos
Jot Down
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