La fórmula, solo apta para escritores-periodistas, propugna la
amplificación estética de los hechos mediante las poderosas herramientas de la
literatura. Es decir, el uso y abuso de la primera persona, el apropiamiento de
la técnica novelística en la estructuración de espacios y tiempos narrativos,
los apuntes abocetados ofrecidos en bruto como aditivos de veracidad en la
versión final, la mezcla indiscernible de objetividad y subjetividad, el
protagonismo resuelto del autor en la historia contada, la información al
servicio del impacto pero siempre detonado con una carga moral, la gloriosa
emancipación de la prosa de teletipo todavía hoy presentada como modelo de
veracidad periodística por los mismos profesores fracasados y redactores
incapaces que han arruinado el atractivo de todos los géneros del oficio. Por todo
esto hoy, que se sigue leyendo a Thompson, nadie sin embargo lo contrataría.
Por supuesto, un colgado no pasa a la historia por ser un colgado. Como
apunta Douglas Brinkley, editor de las cartas de aprendizaje y
madurez que acaba de publicar en castellano Anagrama bajo el título de El
escritor gonzo, “Thompson era una mezcla rockera de Ernest
Hemingway, Scott Fitzgerald, y H. L. Mencken, una especie de
salvaje literario que se embriagaba con la velocidad y la insolencia, pero con
gracia y precisión para comedir su prosa alucinada (….) Detrás de su compleja
personalidad acecha un humorista cáustico con una aguda sensibilidad moral.
Pues Thompson sabe que nada resiste el ariete de la carcajada”.
No se puede zarandear a ningún lector —y los lectores nos pagan, o pagaban,
para que los zarandeemos, que no os engañen— aplicando las normas del manual de
estilo de la agencia EFE. “Hasta donde se me alcanza, el deber, la obligación y
ciertamente la única opción del escritor en el mundo ‘objetivo’ de nuestros días
es morirse de hambre lo más honorable y desafiantemente que se pueda. Esto es
lo que yo me propongo, aunque la población avícola de esta zona se verá
notablemente reducida antes de irme”, confesaba un veinteañero Thompson a su
ídolo Faulkner en un arranque de audacia programática. Un año y medio después
de esta carta, nuestro díscolo Rimbaud californiano no pudo
evitar contestar así a la solicitud de “redactores que aprecien lo hechos” que
publicó el New York Times: “¡Si supiera, colega, cómo aprecio yo
los hechos! Si es que casi duermo con ellos, oiga; me enloquecen de tal modo
que alucino. Me pateo las calles de los negros al amanecer, arañando con rabia
los hechos. Me paso el día rompiendo y rasgando la superficie de la tontería y
la grandilocuencia, loco por llegar al núcleo maduro, jugoso y fáctico de
todo”.
Jorge Bustos
Jot Down
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