Estuve en Sevilla y se abrió el cielo. Sevilla, que es la ciudad de la medida, se transforma cuando llueve en la ciudad de la exageración. Pero una vez más –y van…–, comprobé que es muy complicado reunir tanta belleza como la que Sevilla regala. Los jacarandas van hacia la desnudez del otoño, las buganvillas se mantienen a duras penas y al azahar le aguardan muchos meses para estallar en primavera. Por la calle San Fernando circula el tranvía con más corto recorrido de Occidente. Apenas un kilómetro y medio. Fue idea de Monteserín, el anterior Alcalde, fulgurante estrella socialista al que los sevillanos le decían «Monteserrín». Por ahí la Universidad, San Telmo y el Alfonso XIII. Archivo de Indias y Torre del Oro, que vigila el río con elegante melancolía. Sucede, quizá por haber nacido en Madrid, que los ríos de verdad me entristecen. Y un Guadalquivir aguantando la lluvia torrencial y los cielos negros, es un Guadalquivir puesto a disposición judicial. De ahí hasta Bonanza y el Coto Doñana, navegable y libre, hacia el Atlántico. En invierno y primavera, desde la baranda del Puente de Triana, invierto mucho tiempo contemplando las aguas del gran río, las mismas que se detenían cuando don Francisco –Curro– Romero llevaba al toro soñando en su muletilla con cadencia de temple supremo. Jamás me he apostado en la ribera del Manzanares para mirar el curso de nuestro aprendiz de río. El Viejo Profesor, don Enrique Tierno Galván, lo sembró en su día de patos, y los alrededores del Manzanares olían a pato asado o a pato en la naranja, aunque alguno de ellos sobrevivió. El Guadalquivir es de gaviotas y cormoranes, y en verano también de los mosquitos, que forman batallones de ataque que harían temblar a los cuatro valientes nacionalistas catalanes que se asustan con los aviones. Nueva carta a la vicepresidenta de la Comunidad Europea, la tercera: «Señora Reding. En Sevilla, el nacionalismo catalán ha sido cruelmente atacado por decenas de miles de mosquitos españoles, y estamos muy preocupados».
Lomo manteca en casa de Rogelio, «Trifón», en su «Flor de Toranzo» que ha establecido en el centro de Sevilla el Consulado General de Borleña en Andalucía. También el acogedor Egaña-Oriza, que trae cada día los mejores langostinos y gambas de la costa de Huelva. En esta ocasión, y sin que sirva de precedente, los pagué de mi bolsillo porque no estaban Curro Romero ni Antonio Burgos para suavizar mi desconsuelo económico. Anduve por Sierpes, allí donde mi abuelo don Pedro Muñoz-Seca retó a una gitana que le había reconocido pero no recordaba su nombre. «Mañana, a esta misma hora, pasaré por aquí. Le daré un duro de plata si se acuerda de mi nombre». Y a la mañana siguiente, ahí estaba la gitana esperando con el nombre en la punta de la lengua. «Ya sé quién es usted. Usted es los hermanos Quintero». Y se llevó el duro de plata, como está mandado.
No tenemos dinero, pero habría que crear un servicio de visitas rápidas al triángulo luminoso de Andalucía la Baja –Sevilla, Cádiz, Huelva–, para que los nacionalistas conocieran los mejores aires romanos de esa España a la que desprecian. Nada tengo contra Amorebieta y el Prat del Llobregat, pero mucho me temo que lo verían de manera diferente después de haber conocido, aunque someramente, la historia, la tradición, la arquitectura y el arte popular –también en la palabra está el arte–, de Andalucía. Y sus paisajes, que ahora son verdes como todas sus sierras, tantas y tan prodigiosas.
Pues nada. Paco y Enrique, gracias. De nuevo he estado en Sevilla.
Alfonso Ussía
La Razón
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