Al principio no lo reconozco. El suyo es un rostro como cualquier otro. Camina bajo la lluvia fina, con la cabeza descubierta y las manos en los bolsillos del chaquetón impermeable. Pasa por mi lado y me mira un instante, tímido y confuso, como si dudara entre saludarme o no, antes de seguir su camino sin decir nada. Entonces, de golpe, recuerdo. Me detengo y lo llamo: grito su nombre por encima del ruido de los automóviles. Se detiene como sorprendido, al oírlo. De que lo recuerde. Y se vuelve hacia mí. La ropa de paisano le sienta mal; no parece propia de él. Ha engordado, y el pelo que le queda es gris. Sin embargo, la sonrisa es la misma. La cicatriz del mentón -estuve presente el día que se la hizo, o se la hicieron- se embosca entre las arrugas de la cara, en la piel recién afeitada.
-Niño -dice.
Me hace gracia el viejo apelativo, tanto tiempo después. Así me llamaban él y sus compañeros: yo tenía entonces veintitrés años. También lo llamo ahora como entonces.
-Mi capitán -respondo.
Arturo Pérez-Reverte
XL Semanal
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