El autobús que me lleva de Lugo a Mondoñedo no pasa por Villalba. Cuando el conductor atraviesa el alto Miño por la puerta de Rábade, ya metidos hasta el alma en la Terrachá, gira el volante sin contemplaciones en dirección Este y enfila decidido hacia Abadín por humedades donde todavía destacan las blancas cortezas del abedul diurético y ya empieza a florecer el salgueiro, como por aquí le dicen al sauce llorón. Y, sin embargo, juraría que era preceptivo tocar la patria chica de Fraga Iribarne, sobre todo ahora que el villalbés ilustre es mucho más que profeta en su nacionalidad.Incluso creo recordar que, en otros viajes de similar objetivo cunqueiriano, el destartalado, rugiente y oloroso autobús de la empresa Ribadeo, la línea propiamente dicha, hacía parada y fonda de cinco minutos en Villalba, entre un establecimiento de quesos cónicos de San Simón, tocados con la bandera española, y una plaza ajardinada que preside un severo busto en bronce del padre -madre y espíritu santo- de Alianza Popular; un alto en el camino que yo siempre interpretaba a modo de propaganda política astuta, "subliminal" diría un terrible comunicólogo.
Será que el conductor votó otra cosa en las elecciones. O, más probablemente, será que andamos sin saberlo por el célebre camino de quita-y-pon que Merlín trajo enrollado de Bretaña en canuto de hierro, y sirvió un día memorable para sacar al Basileo de Constantinopla del galimatías del desierto, como es fama para todo el mundo menos para Borges, que en ese mismo desierto -infinito- metió el de Buenos Aires a otro monarca y por el vasto laberinto de arena sigue vagando el infeliz.
Juan Cueto
El País, 27/02/1982
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